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Saul dice:

—Naturalmente, tú ya sabes que tu padre nunca quiso a tu madre.

Estamos solos en la penumbra y la paz del salón; se ha ido la familia y se ha extinguido el alboroto; nos hemos quedado con el silencio de las cajas de embalaje. Me he pasado el día vagando por las habitaciones de la casa, buscando algún recuerdo que llevarme para dárselo a mi hermano, pero no he encontrado nada que me pareciera apropiado. En el solar desnudo de la parte trasera de la casa, cerca de donde estaba antes el jardín de Plotsky, un rótulo anunciaba la construcción de dieciséis edificios de apartamentos de lujo. Me he quedado un rato sumida en contemplación; después he vuelto a casa y, tras demorarme un momento a la sombra del muro lateral, he recogido semillas de ciprés para que mi sobrina las plante.

He pensado que, cuando vuelva a casa, le diré de dónde proceden: le diré que su abuelo plantó las semillas que las precedieron. Le hablaré de la casa, de los muchos parientes que tiene. Tengo muchas historias que contarle: historias de Metatron y Sandalfon, fábulas de Moisés, mitos de las Diez Tribus Perdidas al otro lado del río Sambation; una historia podría empezar así: «La semana que siguió a su Bar-mitzvá, en la primavera de 1853, tu tatarabuelo, Shalom Shepher de Skidel, se casó. Se fue a vivir a casa de su suegro, el rabino de Bielsk...». Ahora estaba preparada para transmitir todas estas cosas: lo haría con gusto y sin excesivo dolor.

Es casi de noche. Barre las calles un ligero viento de tarde. Brillan los faroles fuera de la sinagoga. Se cierne sobre la plaza una inquietud casi ominosa: se diría que está por ocurrir algún hecho fatídico. Saul está de pie en el porche, observando el exterior, es un fantasma local con camisa blanca: aguarda a un visitante largo tiempo esperado.

—Viene el ballabessel —observa.

He desembarazado la mesa grande de la esquina del salón; he rescatado los candelabros de plata de mi abuela. Tengo a punto vino y velas, he cocido pan trenzado. Dispongo de todo lo necesario para acoger el sabbat.

Saul se sienta en actitud escéptica en su silla habitual y me observa sin hacer comentario alguno mientras pongo la mesa. Parece confuso, por no decir abiertamente hostil. Desde que se produjo el contratiempo hemos hablado poco: me mira, pero no se atreve a acusarme; yo lo miro, pero no puedo acusarlo. Es un feliz punto muerto.

Sólo ahora, mientras preparo la bendición, como si estuviera decidido a encontrar el único sitio vulnerable —igual que aquel que tiene una muela cariada y no sabe resistirse a explorarla una y otra vez con la lengua—, repite el viejo mantra, sabiendo que así conseguirá una reacción, sabiendo que esta vez, finalmente, no voy a tolerar sus palabras.

—A ellos también los descubrí, ¿sabes? —me dice—, a él y a su amiguita. In flagrante. Arriba en el desván, como a ti hoy mismo. ¡Un asco! ¿Cómo era posible que cayeran en una cosa así? ¡Y en esta casa! Explícamelo, si es que puedes... ¡Con tu abuelo en el piso de abajo!

No habría debido importarle, pero el desván era suyo, era su desván, y en él se refugiaba para estar tranquilo y escribir sus poemas. No había muchos sitios en aquella casa donde encontrar un poco de soledad y de intimidad. No subía allí arriba para fisgonear, porque allí no había nada que fisgonear. Además, de haberlo habido, ¿qué interés podía tener para él? Era un muchacho, era joven, era poeta. Si iba allí, era para encontrar a su musa. Y ellos lo ensuciaron. No volvería a poner los pies en aquel sitio, había quedado manchado para siempre.

—En cuanto a tu madre —dice—, jamás la quiso de veras. Estaba enamorado de Hannah... A quien amaba de verdad era a Hannah.

Capto su mirada y descubro una emoción, algo que está por debajo de las palabras, algo que queda por descubrir. ¿Tiene también Saul sus secretos? ¿Son celos, quizá? ¿Contrariedades que solamente puedo adivinar?

Voy a buscar un sobre que guardo en la bolsa de viaje: ese sobre que llevo siempre conmigo. El único superviviente, el único fragmento que rescaté. Se lo tiendo a Saul y lo observo mientras lee: vigilo su expresión con profunda satisfacción.

Esta separación me ha enseñado que si alguna vez tuviéramos que vivir uno sin otro, sería una lucha terrible. No sé si yo lo superaría. Ya no se trata de amor, sino de vida.

Me mira sin decir palabra. Le arranco la carta de la mano, que tiene abierta.

—No vuelvas a decírmelo nunca más —termino muy seria, doblando la carta; y recojo las cerillas para las luces del sabbat.

Saul se pone de pie de mala gana. Pero comprende mis intenciones y me parece que las aprecia al verme preparar la última santificación de la vieja casa. A su lado, en la lobreguez decadente de Kiriat Shoshan, observo su cara recorrida de surcos, nudosa y retorcida —como esas caras que se descubren a veces en los troncos de los árboles viejos—, y me digo que no será infeliz en su vivienda alta, esa casa que se va desmoronando y que tiene vistas al lago, donde él se sienta, solo, a leer los viejos poetas, donde en días caliginosos las colinas quedan ocultas y sólo ve un horizonte escondido en sus posibilidades imposibles de descubrir. No creo que sea infeliz. Me parece que, en muchos aspectos, Saul es el verdadero norte, el Shepher esencial: solitario, descuidado, lleno de sueños y aspiraciones caducas; alimentándose de pan seco y suculentos remordimientos; a la espera siempre del resultado de un destino postergado.

Ahora, mientras se pone el sol y aparecen las estrellas, cumplo con la bendición, con la melodía que entonaba mi padre, aquella que él utilizaba cuando estábamos todos en casa: él, mi madre, mi hermano Reuben y yo, en aquellos tiempos en que nos congregábamos en torno a la mesa familiar. Las notas, con su frágil peso de melancolía, se elevan contra la noche, solemnes con su alegría, impregnadas de recuerdos. Oigo mi voz más potente y extraña de lo que esperaba, y compruebo que hace muchísimo tiempo que no intento cantar.