20
Me acuerdo del día que fuimos a Vista Sorpresa.
Ya estaba confuso en aquel entonces, no se sentía bien, no estaba del todo seguro de sus pies. Había una especie de desorientación en su mirada, como si se hubiese olvidado de cepillarse el pelo. Recuerdo que llevaba la chaqueta mal abrochada. Se quedó quieto como un niño pequeño, en actitud paciente, mientras yo volvía a abrochársela.
Yo tenía catorce años.
En sus últimos años había vuelto a practicar las ocupaciones de su juventud. Hubo un tiempo en que se fijó modestos objetivos: algo de carpintería, algo de jardinería, incluso algo de bordado, aunque sus dedos ya eran demasiado torpes para la aguja. Se había vuelto lento y manso. Se ocupaba del bancal de rosas desde la mañana hasta el atardecer. Plantó rábanos; construyó una pérgola.
A veces, por la tarde, lo observaba desde la ventana: una sombra difusa y distante a la luz menguante del crepúsculo, ahora agachándose, ahora irguiéndose. Tenía algo de pastoral, era una escena rústica. Y cuando entraba en casa, cansado y silencioso, le observaba las arrugas que le circundaban la boca y los ojos, el contorno triste del rostro, y él entonces me sonreía como si, en ese estadio final, ya aceptase todo lo que había sido y era.
Una vez a la semana iba con él al mercado de la ciudad. Deambulábamos junto a vendedores que se desgañitaban, junto a relumbrantes montañas de hielo, montones de manzanas verdes, carne, centelleante pescado. Comprábamos carretadas de dulces y patatas a bajo precio. Yo cargaba con la vieja bolsa de la compra de asas de plástico rotas cada vez más pesada para mis tobillos.
A veces iba a parar, inadvertido, al fondo de la bolsa, algún elemento desperdigado: una manzana perdida, una piruleta rota. Ni siquiera en esa última fase de su vida lo abandonó el impulso que regía la agilidad de sus dedos.
Caminábamos bajo la lluvia, nos abríamos paso en medio del viento cortante, entre los toscos puestos de madera y las ondulantes lonas. Tenía un aire confundido y cansado, el cuello del largo abrigo torcido, el agua resbalándole por la cara y el cuello. Estaba perdido en el recuerdo, en un pasado desvanecido, buscaba los olores de Machane Yehuda: maíz tostado y sésamo, ajo y zaatar verde, comino y coriandro. Comprábamos coles, manzanas macadas, una bolsa de zanahorias. Él buscaba arenques salados, montañas de melones, macadamias.
Hacia el final de su vida, su lengua nativa cobró vigor, como una poderosa raíz que hubiera crecido a través de todo lo que había aprendido más tarde. Muy por debajo de las capas de conocimiento sedimentario, sus primeras palabras se habían grabado para siempre hasta el punto de que, a medida que pasaban los años y le fallaba la memoria, las palabras inglesas se iban borrando y se volvía progresivamente más dependiente de su lengua materna.
Estaba volviéndose más y más extranjero, volvía a ser él: aquel muchacho que había llegado a Inglaterra con sus medias frases y su exiguo vocabulario, con un acento tan marcado que apenas se hacía entender de nadie.
Íbamos camino de Vista Sorpresa. Pero él había olvidado el camino. Las antiguas carreteras le eran extrañas. Habían desaparecido las curvas; no había mojones. El mundo ya no concordaba con el mapa que tenía en la cabeza.
Pasamos casi una hora dando vueltas en círculo. Ya estaba empezando a perder la paciencia. Tenía la cara cubierta de sudor. Se le trababa el embrague; se le calaba el motor. Observé que le temblaban las manos, tenía en los ojos una red de venas rotas.
Yo no sabía que estaba enfermo. Se me antojaba algo inexplicable. A los cincuenta y siete años se había convertido, súbitamente, en un viejo. Todo lo conocido se le había vuelto ajeno.
Le hablé en voz baja y tranquila. Quise aliviar sus miedos. Nos paramos y pedimos a una mujer que nos indicara dónde estaba Vista Sorpresa.
Por fin aparcamos, dejamos el coche a un lado y subimos trabajosamente a la cumbre de la colina azotada por el viento. Era un día claro y despejado, un día fresco de verano. Ascendimos a través de la breve ladera que se iba elevando frente al paisaje.
El valle se desplegó a nuestros pies y mi padre me cogió la mano en la suya. Recuerdo el tacto, sus dedos cortos y gruesos; las uñas amarillentas y gastadas por años de trabajo manual.
Se hizo viejo en quince días, de repente. Ya no recordaba las calles de su ciudad. Buscaba en ella el bulevar Rothschild, la avenida Pinsker, la plaza Dizengoff, la calle Ben Yehuda.