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Un año después de haber llegado a Jerusalén —corría el invierno de 1862—, mi bisabuelo se casó por segunda vez. Se fue a vivir a Kovno con su nuevo suegro, Isaac Raphaelovitch.

Isaac Raphaelovitch desesperaba ya de encontrar marido para su hija. Como la chica tenía veintitrés años, sobrepasaba en cuatro o cinco la edad de las muchachas casaderas. Era alta y morena, no tenía nada de guapa. Se habían pasado años vendiendo libros y baratijas metidas en una maleta. La chica tenía fama de difícil y, peor aún, de sabionda.

Isaac Raphaelovitch quería casar a su hija con un hombre culto. También él se consideraba culto y sabía, además, que su hija no tenía un pelo de tonta. Fue, pues, a ver a Shalom Shepher y le dijo:

—Eres joven y sigues soltero. Mi hija tiene la edad adecuada para ti. ¿Por qué no vienes a echarle un vistazo? No es guapa, pero es lista y sabe cocinar un buen kugel.

Shalom Shepher replicó en tono despreocupado.

—Me importa poco que sea lista, con que sepa preparar el pollo me basta.

Isaac Raphaelovitch, entusiasmado, exclamó:

—¡Pues vaya pollo el que prepara! Tienes que probarlo. ¿Vienes mañana, entonces?

En aquel tiempo, mi bisabuelo vivía en un sótano tenebroso donde la lluvia se colaba por una reja e iba a parar a un cubo de plomo y donde se oía el ruido constante de las pisadas que venían de arriba. El único mobiliario de que disponía era un colchón, un hornillo y una lámpara; su único lujo era una mugrienta cafetera que mantenía envuelta en unos trapos para que se conservara caliente durante sus largas ausencias de la celda subterránea.

En Jerusalén observaba la misma rutina que había iniciado en Bielsk. Pasaba las horas del día en la yeshiva Árbol de la Vida; las de la noche, debatiendo en la Casa Estudio Consuelo de Sion hasta la segunda guardia. Se levantaba antes del alba a rezar con el Vatikin, que tenía por costumbre entonar la plegaria «Él redime Sion» así que los primeros rayos de sol incidían en las cúpulas de la ciudad.

En aquellos tiempos estaba muy delgado porque se alimentaba de higos secos, que llevaba en una bolsa de tela colgada del cuello con un cordel. Iba de aquí para allá vestido con un caftán que había pertenecido a un zapatero y que todavía olía a cuero y a betún. En cuanto al streimel, se lo había comprado en la tienda del ropavejero Reb Jacob, quien le aseguró que había sido propiedad de un gran rabino.

No tardó en establecerse como corrector de manuscritos. Lo apodaban «Ojos de Águila» porque, según se rumoreaba, sabía detectar un error en un rollo a diez pasos de distancia, y también «shayner Yid» o «Judío Guapo», eso a causa de sus maneras aristocráticas. Se alimentaba de higos y se dedicaba a escribir plegarias para los amuletos y pergaminos que se guardaban en las filacterias y rollos de la Torá para su uso en las sinagogas.

Realizaba su labor de escriba de la siguiente manera: adquiría a un tendero de la calle de los Judíos pergamino procedente de la parte baja del cuerpo de los animales, remojado por espacio de nueve días en agua de cal, puesto a secar y raspado después con nuez de agalla. Una vez perforado el pergamino con el estilete para marcar los márgenes y columnas de acuerdo con el formato adecuado, empezaba a escribir con una mezcla de nuez de agalla, goma arábiga, cristales de sulfato de cobre y vinagre, tinta que al secarse dejaba un acabado duro y vítreo que podía rasparse con un cuchillo en caso de querer hacer alguna enmienda.

Probaba el cálamo de la forma tradicional: escribía la palabra «Amalek» y la tachaba tres veces a fin de que se verificara la profecía según la cual «Eliminaré su nombre bajo los cielos». Antes de escribir cada versículo, lo recitaba en voz alta. Procuraba así evitar los errores comunes: el ditográfico, el haplográfico y el homeoteleutónico. Antes de escribir el nombre de Dios decía: «Voy a escribir el nombre de Dios». Esto hacía que se concentrase y lo ayudaba a evitar errores al escribir el nombre. Los errores no podían corregirse. Habría sido una blasfemia borrar el nombre de Dios con una cuchilla.

Ponía gran atención en contar las letras y medir las líneas, a fin de que, siguiendo una inveterada tradición, cada columna empezase con una «v» y las seis palabras clave del Pentateuco encabezasen las columnas. Decoraba los caracteres adecuados con dagas y coronas y los embellecía con gran amor porque amaba las letras del alfabeto hebreo como a veintidós hijos.

Terminada media columna, descansaba diez minutos, distendía el envarado cuello y hacía flexiones de dedos. Si trabajaba un día completo, podía terminar cuatro páginas y media. Al cabo de una semana, juntaba los pergaminos y los revisaba por si había errores. Cuando en un rollo había ochenta y cinco letras consecutivas sin una sola falta, era kosher o correcto; aun así, había que corregir los errores en el término de treinta días, ya que de otro modo no habría servido de nada. Llevaba el trabajo al tendero de la calle de los Judíos, quien lo examinaba a su vez y, medio refunfuñando, criticaba la hechura de alguna que otra letra. No era partidario de fomentar la negligencia prodigando halagos. Extraía de debajo del caftán unas pocas monedas —tres o cuatro francos— y despedía a mi bisabuelo con más pergaminos nuevos para la semana siguiente.

Ocurría a veces que, habiéndose gastado el dinero en higos y en las remesas que le enviaba a su primera mujer, a Reb Shalom no le quedaba el suficiente para pagar al celador la entrada a la Casa Estudio Consuelo de Sion. Pero el inconveniente no suponía un obstáculo para él, ya que así tenía oportunidad de emular al gran rabino Hillel, que, después de haberse pasado el día entero trabajando como jornalero, se dedicaba por la noche a estudiar con la cara pegada al tragaluz de la casa estudio a fin de atender al debate. Una noche ventosa, uno de los estudiosos asistentes se pegó un buen susto cuando, al levantar la cabeza, descubrió el rostro de Shalom Shepher arrimado a la claraboya sobre su cabeza. Cuando subieron al tejado, se lo encontraron despatarrado y cubierto de nieve. Lo bajaron e intentaron descongelarlo a base de brandy, después de lo cual ya estuvo en condiciones de sumarse al debate con más celo que nunca.

El matrimonio prometía una gran mejoría en su nivel de vida. Aunque distaba de ser rico, Raphaelovitch disfrutaba el privilegio de tener alquilada una casa de dos habitaciones en la calle Habad. La mitad frontal de la vivienda estaba ocupada por la cocina, el depósito de las provisiones y el hornillo de carbón; de las blancas paredes colgaban utensilios de cobre y estaño de todo tipo. La mitad interior estaba ocupada por el salón, el comedor, el estudio y el dormitorio, y estaba provista de cojines al estilo oriental. El suelo estaba pavimentado con la piedra de Jerusalén, lisa y de una tonalidad rosa dorada. Del techo, colgada de una cadena, pendía una lámpara metálica de aceite y la mesa baja estaba cubierta con una pieza de seda de Damasco. En un rincón, una cortina corrida velaba la intimidad de la muchacha.

Raphaelovitch dijo a su hija:

—Cuando venga ese joven, quiero que tengas preparado un pollo y que mantengas cerrada la boca. No busca una mujer lista, o sea que no hace falta que digas nada. Que hable la comida por ti.

Cuando llegó el invitado, para que se figurara que era muy estudioso, dejó algunos libros ostentosamente abiertos sobre la mesa, pese a que no era ni de lejos dado al estudio. Raphaelovitch había leído muchos libros en su juventud, pero padecía la calamidad de no recordar nada de lo leído. De lo único que se acordaba era de los títulos, que llevaba escritos en una lista escondida en la manga por si debía recurrir a ella en caso de apuro. Leía con gran rapidez, porque consideraba que la mente retenía más de esa manera. Aparte de los textos básicos, jamás volvía por segunda vez al mismo libro por considerar que todo lo importante ya había quedado almacenado en su mente a la manera que el tiempo deposita las rocas sedimentarias. Por otra parte, una vez leído un libro, pasaba a convertirse en propiedad suya y la idea de separarse de él le resultaba insoportable. Por eso había acabado por liquidar su negocio e instalarse en Jerusalén con las existencias que le quedaban.

Entre los volúmenes que ahora tenía abiertos en la mesa había un ejemplar muy usado del Zohar, un códice de Maimónides y un tratado religioso manuscrito del siglo xvi que había retirado de un lote de libros pertenecientes a un rabino difunto. Aquél figuraría entre los libros que, en un arrebato de sentimentalismo, regalaría a su yerno el día de su boda y que, cien años más tarde, en una casa de subastas de Londres, acabaría por alcanzar una elevada suma. Pero entonces ya hacía tiempo que no estaba en manos de la familia Shepher.

Shalom Shepher no había hecho nada especial en lo tocante a la preparación de tan importante encuentro. Acudió al mismo tal como iba siempre, incluso con la bolsa de higos, que olvidó dejar en casa pese a la cena con pollo que le esperaba. Lo que sí hizo fue lavarse el cabello, por lo que sus tirabuzones estaban brillantes y suaves, y la única muestra de nerviosismo que evidenció fue el tiempo, varias horas, que pasó enroscándoselos.

Su atención se sintió atraída de inmediato por los libros que había en la mesa, por lo que Raphaelovitch, viendo que éstos podían ser más tentadores que su hija, torturó al joven retirándoselos de la vista. Cerró, pues, uno por uno los volúmenes, los besó y volvió a meterlos en el arcón. No quedó, por tanto, sobre la mesa otra cosa que el paño de seda de Damasco.

—El hombre erudito es el más rico de la Tierra —dijo Raphaelovitch—. No niego la importancia del dinero, pero los conocimientos valen su peso en oro. ¿Por qué es importante el dinero? Pues porque con él se pueden comprar libros y mantiene tranquilo el estómago mientras trabaja el cerebro. Naturalmente, no es el dinero sino el alimento lo que mantiene tranquilo el estómago, pero con el dinero se compra comida y no al revés. Y ya que hablamos de esto, mi hija nos ha preparado un pollo. Ven, lávate, siéntate y veamos si le hacemos justicia.

Shalom Shepher se lavó las manos en un cuenco de estaño, hizo la bendición y se sentó.

En aquel momento, Batsheva Raphaelovitch venía del patio cargada con una jarra de agua que llevaba apoyada en la curva del brazo, y los dos casi novios se encontraron casualmente. De hecho, no era casualidad, sino que el hecho obedecía a un plan. Isaac Raphaelovitch ya había prevenido a su hija:

—Cuando oigas que llaman a la puerta, sales al patio y entras trayendo agua. Cuando él vea que entras y os topáis casualmente, podré recordar aquella cita sobre el siervo de Jacob que conoció a Rebeca junto al pozo.

Raphaelovitch no añadió que hay algo hermoso en la imagen de una mujer que trae agua del pozo, ni tampoco que esperaba que aquella primera impresión romántica cerrara los ojos del potencial marido a las imperfecciones de su hija.

Mi bisabuela estaba realmente guapa al entrar en el salón con la cabeza y el cuello envueltos en el chal, la jarra de fina arcilla apoyada en el brazo y la falda ancha con flores bordadas. Una circunstancia excepcional, ya que en realidad no era agraciada, pues tenía la cara enjuta y era flaca de cuerpo. Fue ella quien incorporó el elemento oscuro y desmadejado al banco de genes de nuestra familia, y a partir de aquel momento comenzó a librarse una batalla entre la constitución fornida, lo hermoso y rubio de Shalom Shepher (que heredó mi padre) y el color cetrino, la constitución nudosa de su mujer (todos decían que mi tía Shoshanah, con su cara caballuna y sus hombros romos, vencidos, y su espalda gibosa, era la viva imagen de mi bisabuela).

Se sirvió la sopa, clara y untuosa, y Shalom Shepher, como invitado de honor, fue obsequiado con los huevecillos amarillentos del interior de la gallina. Ésta hizo aparición en medio de una explosión de vapor salida de la cocina, junto con su guarnición de verduras y fideos gordos. Estaba tan cocida que todo el armazón se vino abajo en cuanto Raphaelovitch se dispuso a trincharla. Su carne se fundía literalmente en la boca. El anfitrión, al observar a su invitado, vio que estaba contento, por lo que le llenó el plato de comida y lo contempló mientras comía. Shalom Shepher, a quien se le había encogido el estómago a fuerza de comer higos, no pudo comer tanto como esperaba. Tampoco el sabor del pollo era como lo recordaba. Un delicado regusto a higo, como un vago recuerdo, impregnaba todo lo que comía.

Terminada por fin la comida, Raphaelovitch sacó de la alacena una mugrienta botella y un par de vasitos que enjugó con el borde de la manga. Los puso sobre la mesa y vertió una pequeña cantidad de líquido que parecía y olía igual que el brandy, pero que, como Shalom Shepher no tardaría en descubrir, no sabía a ninguna cosa terrena conocida.

—Y ahora levanta el vaso, muchacho. Eso es. ¿Qué brindis haremos? No vamos a brindar por la belleza de la novia, porque eso podría traernos mala suerte. Pero sabe Dios que, en este aspecto, ¿qué podría ocurrir? Tampoco mi esposa, la madre de la muchacha, que en paz descanse, tenía fama de hermosa, por lo que debo afirmar honradamente que no me disgusta tener la hija que tengo. Es una chica estupenda en todo salvo en la edad, cosa que empeora con los años. O sea que, ¿por qué brindamos? No por la salud del novio, y sabrás por qué lo digo cuando pruebes el brandy. Me lo traje de Kovno para envenenar a mis enemigos. Es un chiste, ¿sabes? De todos modos, sería una tontería brindar por la salud de alguien con una bebida que sabe a veneno. Mejor brindar por la vida, porque aunque tengas la salud muy maltrecha, siempre te puede caer peor suerte. ¡Por la vida, chico, por la vida!

Se redactó un contrato de matrimonio con todas las de la ley: treinta días antes de la boda se haría depositario de la dote a un fiduciario; el padre de la novia correría con los gastos del baldaquín y de la recepción y proporcionaría a su hija los aros de oro para las orejas y dedos, y los collares de monedas turcas; proporcionaría también al novio un streimel, filacterias y un chal para la oración, todo nuevo.

Mi bisabuelo se casó con mi bisabuela porque sabía cocinar el pollo. Si ella no hubiera sabido cocinar el pollo, él no se habría casado con ella. Si Batsheva Raphaelovitch no hubiera sabido cocinar el pollo yo no existiría, ni tampoco estaría ahora aquí escribiendo la crónica mítica de la casa de los Shepher.