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Ahí estaba yo, en el jardín donde jugué en otro tiempo, de regreso a la casa familiar después de todos aquellos años.
Era curioso que sintiera emerger las características familiares, reaparecer en mi rostro sus rasgos. Como las piedras que quedan al descubierto al retirarse la marea, volvía a verlos en el espejo: mis ojos Shepher, mi nariz Shepher, mi boca Shepher.
No podía hablar con Saul sin volver a oír, como un eco torturador, mi voz Shepher.
Mi instinto se había resistido contra aquello, aquella designación a una clase, a un grupo. Como todo el mundo, yo había querido ser única. ¿Era por eso por lo que rara vez visitaba a mi hermano Reuben? Sabía que a él también le molestaba, que no le gustaba. Sentados frente a frente mientras cenábamos, reíamos de la misma manera, sorprendíamos cada uno en el otro los gestos propios.
Me había pasado veinte años flotando libre de amarras, ejerciendo el orgullo de crearme una imagen propia. Ahora había vuelto a la casa familiar: me miraba en el espejo y veía a una Shepher.
Me pasé toda aquella mañana agachada en el desván revolviendo papeles hasta que tuve las manos negras de polvo y la cabeza empezó a darme vueltas. A media tarde tuve la necesidad de salir de casa. Me subí al primer autobús que iba al centro y, así que llegué, se me abrieron los cielos. Me apeé hacia la mitad de la calle Jaffa. Todo era angosto, zarrapastroso y colonial, tal como yo lo recordaba, atiborrado de tráfico igual que siempre; en las esquinas se acumulaban copiosos charcos. Jerusalén, como siempre, evocaba melancolía. Las tiendas habían cambiado, no el ambiente. Por muchos centros comerciales que abrieran, no conseguirían modificarlo. Al atravesar Mea Shearim, topé con un estudiante talmúdico que salía presuroso de la yeshiva con el streimel cubierto con una bolsa de plástico; se escabulló rápido como una centella sin pedir excusas y dejando tras de sí una estela de almidón y sudor. Avancé chapoteando a través de calles inundadas, atisbando a través de ventanas y puertas abiertas, entreviendo fugitivas imágenes de vida religiosa: una mujer con un pañuelo en la cabeza, un grupo de niños con tirabuzones, una casa estudio resplandeciente de luz. Me pregunté qué habrían pensado si hubieran sabido las cosas que yo sabía, si se hubieran percatado de que también yo tenía conocimientos religiosos. ¿Tenían mis mismos anhelos, experimentaban mi misma hambre, sentían mis mismas dudas con respecto a la vida, se hacían mis mismas preguntas?
No encontré mi autobús y tuve que recorrer a pie la mayor parte del trayecto hasta Kiriat Shoshan, a través de calles muy concurridas pero no destinadas a viandantes, increpada por conductores malhumorados e impacientes. Tenía la ropa empapada de sudor, pero, pese a volver a casa, seguía sintiéndome impaciente; caminé bajo hileras de faroles hasta que la oscuridad se fue espesando y me venció el cansancio y la proximidad de la noche. Cuando crucé la puerta de la casa me pareció vislumbrar a una persona que parecía buscar refugio detrás del oleandro. Pero cuando miré desde la ventana estaba todo tranquilo y en silencio, no se veía a nadie. Seguramente me lo había parecido.