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Viajo en tren para ir a ver a Daniel. Vive en una pequeña comunidad rural cercana a la costa.

Consigo su número de teléfono a través del amigo de un amigo. No me sorprende que me conteste la voz de una mujer. Mantengo firme la mía al hablarle. Daniel no está, me dice. En todo caso, me llamará él, si me parece bien. En lugar de eso, me encuentro planeando una visita a su casa.

Miro a través de la ventana de ese tren flamante, brillante, vacío en sus tres cuartas partes y oliendo todavía a alfombra nueva, reluciente y silencioso, que se desliza entre cañaverales, naranjales y campos abruptos, pasa junto a casas de cemento, improvisadas pérgolas y coches abandonados. En un punto pasamos junto a tazas de inodoro rotas. Cerca de mí tengo a una pareja de soldados armados y a un hombre de negocios. Un cristal de una de las ventanas está roto: el vidrio templado está recorrido por una telaraña de grietas que irradian por él igual que venas.

Después de tanto tiempo fuera, estoy cansada de lugares desconocidos, harta de pelear con una lengua y una moneda extranjeras. Mi necesidad de escapar está colmada. Estoy casi preparada para el regreso.

La visita a Daniel es una cuestión pendiente.

Estoy sentada en el vagón casi vacío y contemplo el paisaje que desfila ante mí, acuciante por la mezcla de extrañeza y familiaridad que encierra, sus casas de tejados planos, sus acacias, sus señales de tráfico verdes, sus montones de tierra roja. Es un paisaje impreso en mis recuerdos más antiguos: viñedos y cemento, naranjos polvorientos, montones de escombros y edificios a medio construir. Debajo de éste hay un país que fue hermoso en otro tiempo.

Encerrada en el hermético vagón, contemplo una tierra que carece de sentido sin sus olores: petróleo y alquitrán, fruta demasiado madura, sal marina y excrementos secos de asno.

Alguien me pregunta qué hora es y yo le respondo con mi acento neutro, la lengua de mi padre desleída y eviscerada en mi boca inglesa.