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Mi bisabuelo, según nos han contado, era corrector de manuscritos y con el tiempo se convirtió en un hombre muy fanático. Mi abuelo era sionista. ¿Qué tipo de sionista? «Un verdadero sionista», según declara la nota necrológica. No sé muy bien qué significa exactamente la frase. El autor de la nota necrológica no lo explica. Dejémonos de definiciones y limitémonos a decir que mi abuelo era sionista.
Era un hombre modesto. Demasiado modesto quizá, ya que ha sido casi totalmente olvidado, salvo por algunos de los escasos estudiosos que hurgan en los archivos del Instituto Ben Or o que frecuentan la pequeña sinagoga de Jerusalén que todavía lleva su nombre. Sentía pasión por la gramática y al morir dejó unas ochocientas páginas manuscritas de análisis lingüístico, así como miles de papeles y cartas que hasta ahora nadie se ha tomado la molestia de cotejar. En vida publicó tres libros de gramática hebrea para uso escolar; en la época de su muerte estaba trabajando en un minucioso estudio del verbo hebreo «ser».
Mi abuela era una mujer de opiniones inquebrantables, inclinada más bien a la derecha en lo tocante a política y formidable en materia de debate. El matrimonio tuvo siete hijos, ninguno de los cuales tuvo una vida satisfactoria. Cuatro se casaron y tuvieron hijos. Uno fue a América y de allí no volvió jamás, aunque éste no sea un hecho relevante tratándose de un judío. Otro fue a Inglaterra, se casó, tuvo hijos y tampoco volvió jamás, pese a que se lo proponía un año tras otro, pero, como lo iba posponiendo siempre, al final se le hizo tarde y se murió exiliado y apátrida: fue expedido a su tierra natal, donde la enterraron.
Mi abuelo era un hombre morigerado y de trato amable. Era seguidor de Rav Kook, quien decía algo muy hermoso: que el Templo había sido destruido a causa de un odio sin fundamento y que sólo podría ser reedificado sobre los cimientos de un amor sin fundamento.
Siendo niño dormía con una foto de Theodor Herzl debajo de la almohada y un recorte de periódico sobre el primer congreso sionista de Basilea. En una ocasión entrevió al gran líder, con su barba poblada y su cara de visionario, posando para una fotografía en la puerta de su alojamiento de la calle Mamillah.
Mucho más tarde leería que, en aquella visita, Herzl había tenido buen cuidado de no atravesar las puertas de la ciudad montado en un asno para evitar que los habitantes más fervorosos de la localidad lo tomasen por el Mesías. Vio claro entonces que si el hombre que había escrito El Estado judío se había inspirado en conciertos nocturnos del Tannhauser, también tenía sus fallos de secreto orgullo.
Era una criatura afectada por múltiples dolencias y padecía constantes alergias y complicaciones: le goteaba la nariz, tenía los ojos inflamados, siempre estaba a punto de que le apareciera algo o de librarse de algo. Estuvo tres años aquejado de intermitentes pruritos de la piel. En la comisura del labio le florecía un herpes permanente.
Sus recuerdos más antiguos se remontaban a los tiempos en que su madre le tenía el tobillo atado con un ronzal a la pata de la mesa y en que su padre lo subía al tejado de la casa de la calle Habad para que viera las luces del Ramadán que centelleaban a medianoche en el barrio musulmán.
A los cinco años, su padre le regaló una página de las Sagradas Escrituras embadurnada con miel, lo envolvió en un chal y lo llevó al rabino para que le enseñara las primeras letras. Al cumplir los siete se sentaba a los pies del rabino, que con una larga vara golpeaba los dedos de aquellos niños distraídos que dejaban vagar la mirada durante el rezo de la liturgia; a los catorce años ya se sabía de memoria una buena parte del libro sagrado.
Era un estudiante concienzudo y un chico tranquilo. En el grupo familiar, formado por seis hermanas dadas a las peleas y por un puñado de cuñados, él era el principal encargado de deshacer entuertos, el árbitro indiscutible en los altercados domésticos; no le depararía otra cosa que congojas su función de diplomático.
Es probable que fuera eso lo que imprimió en él aquel talante melancólico que le duró toda la vida y lo que grabó el profundo surco de angustia, situado ligeramente a la izquierda de su ceja derecha, tan visible en la fotografía más antigua que de él se conserva. Podría ser un estudio de la tensión, una imagen genérica: la primera demostración palpable de pertenencia a la familia Shepher.
Cuando mi abuelo cumplió diecisiete años, el casamentero le amañó la boda con la hija cuellilarga de un celador de Odesa, pero, al ofrecerle una bandeja de dulces, los ojos de la hija más joven se cruzaron por encima del pastel de cinamomo con los de mi abuelo y quedaron fulminantemente prendados uno de otro. Como dicho celador sólo disponía del dinero necesario para casar a la hija mayor (es notorio que los celadores acostumbran a ser muy pobres), mi bisabuela hizo lo que estaba deseando hacer desde hacía tiempo: recurrió al tesoro secreto que tenía escondido, envuelto en un viejo chal del sabbat, y retiró del mismo el dinero para costear el dosel de su hijo.
A partir de aquel día, Reb Shalom se negó a dirigir la palabra a su esposa.
Para Batsheva no supuso un gran cambio, ya que su marido no había sido nunca particularmente conversador. Ya estaba acostumbrada a tener un esposo callado. El hecho de que el celador, Batsheva, la familia del celador y, en última instancia, el propio Shalom Shepher estuvieran encantados con aquel matrimonio no impidió que mi bisabuelo mantuviera una cuarentena cuyos orígenes se olvidaron pronto y cuya continuidad, al igual que la de tantas tradiciones, fuera puramente una cuestión de principios. Su negativa a hablar con su mujer salvo a través de los oficios de un intermediario fue al principio una ridiculez que se hizo irritante, pero que finalmente acabó por convertirse en un hábito excéntrico de una familia en la que los hábitos excéntricos eran el pan de cada día.
Figuró entre los regalos de boda un samovar de bronce, obsequio realmente oneroso, mucho más valioso que cualquiera de las demás pertenencias de mis abuelos. Mi abuela odiaba aquel samovar, apostado en un ángulo de la habitación como un carbúnculo al que había que sacar brillo. Estaba cubierto de estrías, volutas y ondulantes festones de flores que atraían el polvo, muy difícil de desalojar con un paño, y así que se había limpiado, volvía a deslustrarse de nuevo, o sea, que ella no conseguía librarse del trabajo que representaba tenerlo limpio.
Jamás se servía del samovar, como no fuera en ocasiones muy especiales, por ejemplo cuando la visitaban sus cuñadas. Entonces preparaba el té y lo ponía sobre la mesa para hacerles honor. No imaginaba que a ellas les disgustaba casi tanto como a ella misma aquel dichoso samovar. Pensaban que trataba de impresionarlas con él, de hacerles notar que estaba entroncada con gente rica. Por eso ponían un puntillo especial en no disfrutar del té salido de aquel samovar y se lo tomaban a sorbitos, como si fuera veneno. Después, cuando ya se habían ido, encontraba medios vasitos de té frío distribuidos por toda la habitación. Todas envidiaban en secreto el samovar, pero jamás habrían dado a su cuñada la satisfacción de decírselo. Cuando estaban fuera de la casa, la criticaban: el mobiliario, los utensilios, el polvo incrustado en las estrías del samovar, la vestimenta de mi abuela y también sus opiniones, que ella no se molestaba en callar; y cuando, pocos años más tarde, se produjo la escisión que apartaría de forma permanente a mi abuelo de sus hermanas, fue sobre el samovar sobre el que recayó el embate de toda su malevolencia.
En aquel tiempo, mis abuelos vivían en un piso de dos habitaciones de la calle Jaffa. El hecho obedecía a que Zweiger, el cuñado gordo, Hannah Raisl y sus seis hijos ocupaban todo el espacio disponible de la Casa de la Mano. Entre el piso y el Muro de las Lamentaciones mediaba un paseo de veinte minutos, por lo que Shalom Shepher increpó a su único hijo, citando erróneamente el pasaje de las Escrituras: «Si el Templo está lejos, es por culpa tuya».
Tres meses después de la boda, Leah anunció que estaba embarazada, y Joseph, cuyo empleo como ayudante de maestro en la escuela religiosa le proporcionaba un sueldo de hambre, fue a ver a su cuñado para que le procurara un trabajo adicional. Zweiger presumía de hacer relojes, pero en realidad sólo los reparaba y aún de forma esporádica, ya que dejaba que su mujer ganara el dinero necesario para su subsistencia con el negocio de la harina heredado de su madre. Pese a todo, Joseph le rogó que le diera cualquier tipo de trabajo.
Zweiger se encogió de hombros.
—¿Tienes alguna idea de relojería?
—Ya sabes que no —replicó el muchacho—. Pero estoy seguro de que aprenderé rápido.
Zweiger levantó una ceja como si acabara de insultarlo.
—Todo lo contrario. Se necesitan muchos años para aprender el oficio. Y eso suponiendo que estés dotado para ejercerlo.
—Seguro que lo estoy.
—Eso habría que verlo, pero de todos modos ya tengo aprendiz —indicó a su hijo de siete años—, y no me puedo permitir el lujo de tener dos.
—Pero ¡a ése no le pagas nada!
—No, ése se gana el sustento, y me temo mucho que no haya por aquí otros negocios que te permitan a ti lo mismo. No te muevas de la enseñanza. Para un judío, no debe de ser más duro ganarse la vida con ese chanchullo que con ese otro.
Mi abuelo renunció a la idea de hacer relojes y no abandonó su vocación: usó la lengua santa para enseñar la lengua santa; un acto sacrílego que le valió que, en una ocasión, le vaciasen un orinal encima y, más adelante, que el Ministerio de Educación le concediese una medalla.
Él y mi abuela formaban una pareja moderna: él llevaba tirabuzones cortos y sustituyó el caftán por una chaqueta de corte europeo; ella se cubría el pelo con un pañuelo floreado. Como solían decir las cuñadas: «Parecen una pareja de turistas de la agencia Cook». Hablaban hebreo entre ellos y una vez, para escándalo de algunos, incluso fueron vistos en la ópera.
Colgada de una pared del salón, tenían una fotografía enmarcada de Theodor Herzl, que tenían buen cuidado de poner de cara a la pared o de retirar cada vez que Reb Shalom iba a visitarlos, puesto que era considerado un icono herético e idólatra. Años más tarde, en su época de madurez, mi abuelo llegaría a la misma conclusión y relegaría la impía imagen al desván de Kiriat Shoshan, donde en el rostro del padre del sionismo florecieron extrañas vetas y manchas.
Uno tras otro, sus hijos fueron entrando en el mundo y dejándolo sucesivamente un poco más pobre. En las postrimerías de su vida se dedicó a revisar manuscritos y pergaminos de la Torá para hacer filacterias y venderlas a comerciantes y revendedores que las llevaban a Europa y a América. Copiaba documentos a razón de un grush por página. Examinaba las cuentas de la Sociedad para la Distribución del Trigo y de la Junta de Socorro Mutuo, y se acostaba muy tarde anotando los debates de machers y personas honorables y figurones de pacotilla de Jerusalén.
Llevaba en el bolsillo las deterioradas primeras páginas de la novela que planeaba escribir, que sería la primera gran novela hebrea de la Ciudad Santa; a veces, cuando disponía de un momento de asueto, garrapateaba una línea o dos. El surco que tenía grabado en la zona izquierda de la ceja derecha iba haciéndose más profundo; en sus ojos apareció una mirada turbada y triste.
Alguna vez, por la tarde, estaba en compañía de su padre, que permanecía encorvado sobre sus trabajos en un rincón de la habitación; aunque intentase trabar conversación con él, o Reb Shalom era sordo o se hacía el sordo: tenía poco que decir al hijo que, por no haberse sabido desenvolver mejor que él, no podía ser más que una carga. El viejo se pasaba todo el día rondando por las calles, llevando siempre debajo del brazo aquella caja que transportaba de casa de una hija a casa de otra y de la que no se separaba en ninguna circunstancia. Nadie sabía qué había en la caja: un ejemplar antiguo del Zohar, quizás, o un volumen anotado del tratado sobre el sabbat. Eran numerosos los trocitos de papel en los que garrapateaba notas que se dirigía a sí mismo o cálculos que se introducía mangas arriba o en los bolsillos o que guardaba en la caja y que le colgaban en forma de tiras de los pliegues del caftán cuando remontaba la cuesta de la calle Jaffa arrastrando los pies. Adquirió la costumbre de vagar por los cementerios y las ruinas, así como de merodear por los alrededores del caravasar. Se sentaba en las esquinas y murmuraba por lo bajo conversaciones unilaterales y, al volver a casa, contaba que había encontrado a Elías y que había hablado con Ezequiel.
Cierta vez compareció inesperadamente en el piso. Era día de limpieza y, debido a la agitación provocada por la imprevista llegada, mi abuela se olvidó de dar la vuelta a la fotografía. Reb Shalom, al verla, se acercó, la examinó largo rato con gran atención y anunció sin jactancia alguna y con voz tranquila:
—Moisés, nuestro maestro.
Mi abuela se sacó un peso de encima y tomó aquella declaración como una muestra de aprobación. Eso hizo que por lo menos Reb Shalom no tuviera que volver a mirarla nunca más; ni que ella tuviera que volver a poner nunca más la fotografía de cara a la pared a partir de aquel día.