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Soy un número, un apéndice, una nota a pie de página en la historia de la casa Shepher. Una semilla soltada por el pájaro de la diáspora, barrida junto con el sueño del viaje.
Cuando nació mi hermano le pusieron por nombre Reuben Michael a fin de que, cuando fuera mayor, pudiera escoger entre uno y otro. Fue por espacio de trece años el judío Reuben para sus compañeros de escuela; más adelante optó por renacer como Mike. Mike Shepher se peleó con sus padres, huyó a Londres y no se le vio el pelo nunca más.
No cometieron conmigo el mismo error. Me pusieron por nombre Shulamit, a fin de recordarme que no tenía alternativa. Se ocuparon a fondo de mi educación. Asistí nueve años a clases de religión en el Talmud Torá; por eso ahora tengo grabada en el cerebro con el negro mosaico la Biblia hebrea.
Mi padre me enseñó a amar la lengua hebrea. La lengua hebrea era como él: elegante, lógica, concisa. Una palabra parte de una raíz, sólo tres letras, y va creciendo como una planta al pasar a través de siete construcciones: yo rompo, yo hago añicos, estoy destrozado, estoy hecho pedazos, lo rompo todo; doy pie a destruir, me destruyo.
¿Qué otra cosa aprendí? Aprendí que hay que lavar los platos judíos bajo el chorro del agua y que para arar un campo no se pueden uncir juntos un buey y un asno. Estudié las reglas para salar carne de buey y asar hígado, y leí que, si se arranca un miembro a un animal vivo, no se puede comer. También aprendí a cantar con voz, que al decir de la gente era la de un serafín, los salmos que celebran la sagrada Torá y los cánticos que dan la bienvenida a la novia del sabbat.
Yo era la penitencia de mis padres, mi madre me exhibía como enseña de orgullo. Gracias a mí se ganó la aprobación de la comunidad. Comíamos kneidels, kugel y kishkes. En Año Nuevo mojábamos las manzanas en miel. Y algún domingo cogíamos el coche y subíamos hasta la cima de una colina y desde allí divisábamos toda Inglaterra tendida a nuestros pies como un verde centón, un panorama similar al que contempló Moisés desde la cumbre del Nebo: un lugar pintoresco conocido de la gente de la localidad con el nombre de Vista Sorpresa.
El mío era un padre afable, pero de talante melancólico. Trabajaba el día entero en la fábrica, midiendo tableros con sus gruesos dedos. Sus manos de obrero alimentaban la sierra con la madera. Alguna que otra vez me contaba historias al caer la noche porque, cuando llegó a la mediana edad, recordó las historias de su juventud: la de Sandalfon, el ángel guardián de los pájaros, que se encargaba de formar a los niños en el vientre de su madre, y la de Metatron, autor del Libro de los Secretos y escribano celestial de Dios. La de Moisés, que vio a Dios a través de un claro cristal, y la de Elías, que lo vio a través de un cristal oscuro. Me hablaba de cuán peligrosa era la luz de la luna y también de la resurrección de los muertos. En los fines de semana recorríamos las calles del vecindario, robábamos frambuesas del jardín del señor Mankin, y cañas de bambú del parque municipal. Encontrábamos monedas en las aceras y joyas en las cunetas; dondequiera que íbamos aprendí a conocer los placeres de tener ágiles dedos y buena vista.
Estaba también la educación que adquiría por omisión. De ésta se encargaba mi madre.
En la escuela nos servíamos de textos de geografía muy antiguos. También era antigua la escuela, al igual que todo cuanto había en ella, incluidos los maestros. En aquellos tiempos era una marca de calidad. Una tarde me llevé a casa el libro de texto para calcar el mapa de la India. (En aquellos tiempos sólo estudiábamos los países del antiguo imperio.) Mi madre buscó el mapa de Oriente Medio y, en lugar de Israel, se tropezó con Palestina.
Mi padre, que había nacido allí, no se turbó, pero mi madre se puso furiosa. Palestina no existía. Aquello era una ocurrencia de los cartógrafos; a lo sumo, un accidente histórico. Los niños que se sirvieran de aquel atlas tendrían una información que podía calificarse de deliberada falsedad.
Mi maestra le dio la explicación de que el libro era antiguo.
Eso a ella la tenía sin cuidado, dijo mi madre. Si tan antiguo era el libro, habría debido decir Judea. El hecho era que aquel libro mentía.
La maestra se refrenó y dijo que plantearía el asunto a la directora de la escuela. La directora escribió diciendo que la escuela sustituiría los libros obsoletos cuando el presupuesto se lo permitiera.
La maestra que daba clases de estudios religiosos no quiso arriesgarse. Llamó al país Tierra Santa. Pero esto no ablandó a mi madre, que calificó la actitud de cobarde.
De hecho, tenía razones personales para sentirse particularmente sensible en relación con el mapamundi, y estas razones tenían que ver con la ciudadanía de mi padre.
Cuando mi padre abandonó Palestina en 1938, aquella tierra estaba bajo la administración burocrática de la Alta Comisión Británica, dispensadora de licencias de betunes para zapatos y carros tirados por asnos; diez años más tarde, con acompañamiento de fuego de artillería y de autobuses bombardeados y danzas en corro, pasó a convertirse en el Estado de Israel. Pero mi padre no era ciudadano de aquel país. En su pasaporte decía «súbdito británico», hecho que lo convertía en extranjero dondequiera que se encontrase. En Gran Bretaña disfrutaba de derecho de residencia gracias a tener mujer e hijos ingleses. Pero él no era británico. Tampoco era israelí, lo que mi madre repetía machaconamente. En todo caso, era palestino, ciudadano de un país que no existía.
Antes de adentrarnos demasiado en la ironía del destino de mi padre, judío y palestino, súbdito del Imperio británico y ciudadano de ninguna parte, recordemos que podía haber vuelto al país que lo vio nacer. Para ello no tenía más que presentar sus credenciales a los amables funcionarios de inmigración del aeropuerto de Lydda, y ya podíamos pasar a ser (después del debido tiempo y tras la adecuada verificación de nuestros orígenes judíos) una familia israelí. En este sentido, mi padre no era un auténtico palestino; más bien era palestino por defecto. Pero mi padre (¿o tal vez era mi madre?) de momento todavía no se había propuesto emigrar. (Regresó, como ya he dicho, metido en una caja de plomo, aunque eso no desconcertó a las autoridades. Están acostumbradas a que su gente vuelva encerrada en ataúdes.)
Mi padre vivió treinta y cuatro años en Inglaterra. Durante este lapso de tiempo solicitó tres veces la ciudadanía. Recuerdo las contiendas de mi padre con los oficiales británicos de inmigración como una especie de combate de boxeo durante el cual no pudiera encontrar los guantes. Fue repelido tres veces. La primera recibió un puñetazo en el estómago. La segunda, un manotazo en la cara. La tercera, un golpe en la cabeza del que no se recuperó.
Yo no sabía nada del asunto en aquel entonces. No supe nada hasta que tío Saul, ante la mesa de la cocina de Kiriat Shoshan, me lo soltó igual que me había soltado las otras bombas:
—Tu padre no quería a tu madre —me dijo, y añadió después—: ¿Te das cuenta de que ese país, Inglaterra, ese país al que tanto quieres, negó tres veces la ciudadanía a tu padre? ¿Que lo humillaron tres veces: un puñetazo en el estómago, un manotazo en la cara y un golpe en la cabeza, por no hablar de lo que nos hicieron a nosotros aquí, los sufrimientos que nos hicieron pasar hasta que nos vimos obligados a sacárnoslos de encima a bombazos?
Pero ésta es otra historia.
Hasta allí donde llegan mis recuerdos, veo la lata azul y blanca del Fondo Nacional Judío en un estante de mi casa junto al candelabro del sabbat y, enmarcado en la pared de mi dormitorio, un certificado de haber plantado un árbol en las colinas de Judea que no recordaba haber plantado ni contribuido en modo alguno a que lo plantase nadie, salvo quizá con el mero hecho de haber nacido. Yo habría podido informar a cualquier maestra de la localización exacta de Jerusalén, de la cotización exacta de la lira, de la traducción de las líneas aéreas El Al Israel, que representan A la Tierra Prometida En alas de águilas, y cien informaciones triviales más que demostraban mis orígenes exóticos, que tanta importancia tenían para mí. Pero el mapa azul y blanco pintado en la lata, que conocía tan bien como mi propia cara, era mi-tierra-pero-no-era-mi-tierra, y el mapa del atlas, la arpía británica hundiendo sus garras en el océano Atlántico, también era mi-tierra-pero-no-era-mi-tierra: escoger entre las dos ya me era imposible a los diez años. Mi madre me enseñó que el amor a Sion era una virtud, mientras que el amor a Albión estaba impregnado de culpa; pero también ella se encontraba dividida. Su poema favorito era: «¡Oh, estar en Inglaterra!», pero «El año que viene en Jerusalén» era la oración que más la conmovía.
No dejó nunca que olvidáramos que éramos extranjeros en país extraño. Sin embargo, la primera vez que desembarcó en Haifa en el verano de 1954, le repugnó la sordidez y el atraso del Estado judío, y le escandalizó el gran número de árabes que todavía vivían en el país. Fue la mayor contrariedad de su vida, la que nunca se perdonó. Probablemente supo entonces que no emigraría nunca, aun reconociendo que éste habría sido un acto de traición imposible. Mantuvo, pues, el mito de la intención y en el fondo de su corazón vivió alienada. Desde la cumbre de la colina contemplábamos la Vista Sorpresa, y dije a mi madre:
—¡Qué hermoso!
Y ella, con las escasas palabras del poco hebreo que llegó a dominar en su vida, me replicó:
—Aval zeh lo shelanu. Pero eso no es nuestro.
Vivimos siempre a punto de partir, aplazando la vida hasta el verano siguiente o el que le sucedería, en tanto que aquellos que en apariencia eran más valientes o más ricos o (¿los había?) más comprometidos que nosotros, arrancaban las estaquillas de sus tiendas, ensillaban sus camellos y se iban camino de la Tierra Prometida.
Cierta vez, mi padre concibió un proyecto: ir al Néguev y dedicarse a cultivar tomates. Se compró un libro sobre tomates y esperó a que se presentara el momento propicio. Pero pasaba el tiempo y él no iba al Néguev. Pasaba el tiempo y los métodos utilizados en el cultivo de los tomates iban cambiando. Una noche, sentado a la mesa de la cocina con mi madre, ésta le dijo:
—Aquel proyecto que tenías, lo de plantar tomates en el Néguev, no piensas llevarlo a la práctica, ¿verdad?
Y mi padre le sonrió y dijo:
—El hombre tiene que soñar.
Mi padre no tardó en morir con su sueño intacto. Voló encerrado en un ataúd de plomo a la tierra de Israel. Cinco años después murió también mi madre y la enterraron a su lado, en la colina del Descanso, en las afueras de Jerusalén.