11
Fania estaba en la cocina preparando latkes. Metió una mano húmeda en una bolsa de harina.
—¡Esa Sara Malkah! —farfulló—. ¡Vaya chiflada! ¡Qué meshuggenah! Metiendo en líos a toda la familia.
—No es ninguna meshuggenah —la contradijo Cobby, ya que era inevitable que discutiesen—. Lo que pasa es que no es feliz. A mí me parece que todo lo hace para llamar la atención.
—Pues hay que decir que lo consigue.
La harina estaba sembrada de gorgojos negros. Fania los veía y no los veía. Frunció el ceño un momento, después echó harina y gorgojos en el aceite hirviente, del que emanaron unos silbidos.
Aquella misma tarde, la loca en cuestión había hecho la visita que tenía programada al piso de Cobby y Fania, donde procuraría no tocar nada para no contaminarse, ni siquiera el pulsador del interfono; se quedó de pie en la estera con los pies separados y el cuerpo en actitud de boxeador profesional, la cabeza embellecida con una peluca plateada y apuntándonos con un terrible dedo índice acusador.
—¡Ladrones! ¡Goniffs! ¡Schnorrerim!
Yo estaba sentada en el sofá al lado de mi tío y por primera vez desde hacía años me sentí un miembro de la familia de pleno derecho.
Para resumir la cuestión en pocas palabras, se reducía a lo siguiente: ella, Sara Malkah, la hija provecta y pendenciera de mi tía abuela, Hannah Raisl, reclamaba el códice por considerar que le pertenecía legítimamente por herencia. En realidad, no había sido nunca de Joseph Shepher, sino propiedad exclusiva de su padre, el desabrido Zweiger.
De hecho, no podía demostrar de forma categórica cómo había ido a parar a manos de Zweiger. Sus reivindicaciones eran como mínimo estrafalarias. Zweiger, el gran erudito; Zweiger, el hábil artífice relojero (sabíamos que en realidad no había hecho nunca ningún reloj, sino que sólo los reparaba); Zweiger, el heredero de la inmensa biblioteca de Isaac Raphaelovitch (no es de extrañar que un ignorante como él no supiera que poseía el códice). Él heredó la caja y el códice tras la muerte de su suegro, el bienaventurado Shalom Shepher.
¿Y por qué se lo dejó a él y no a mi abuelo? La cosa estaba clara para todo el mundo, decía Sara Malkah. Fuera de toda discusión. Reb Shepher no habría dejado nunca una cosa tan preciosa a un librepensador como aquél, a un sionista.
¡O sea, que él lo había robado!
—¡Pobre mujer! —murmuró Cobby.
—¡Pobre mujer! —repitió Fania con ironía mientras se socarraban los gorgojos.
Ahora los de la televisión estaban interesadísimos. Como Cobby había quedado tan bien en la entrevista radiofónica que le habían hecho, estaba fascinado ante la perspectiva de las cámaras. De hecho, se habría dicho incluso que Sara Malkah estaba preparándose para un papel estelar en el programa de las miniseries que se filmarían basadas en aquellos hechos, y hasta tenía preparada la frase con que se despediría: «¡Nos veremos en los tribunales!».
Se sirvió la cena: formábamos un curioso trío sentados en un extremo de la inmensa mesa familiar, de la que habían desertado camino de América la mayoría de sus satélites, hijos y nietos. Cobby dio cuenta de la sopa con el hambre propia de un campesino, asiendo la cuchara con el puño cerrado, la cara pegada al cuenco; parecía ausente de la tormenta que se estaba gestando ante sus narices.
Yo jugaba con el vaso.
—¿Creéis que el instituto devolverá el códice? —pregunté con cautela.
—¿Que si lo devolverá? ¿A quién?
—A nosotros. A ti. Me refiero a si lo dejarás en el instituto bajo custodia —dije con torpeza.
—Sí, sí, bajo custodia. Probablemente eso sería lo mejor. —Cobby cogió un trozo de pan, lo partió con las dos manos y se metió rudamente la mitad en la boca.
—Tú no comes —me dijo Fania.
—No, no tengo hambre.
—Tienes que comer. Estás muy delgada. Te veo desfallecida.
—¿Por qué voy a estar desfallecida? —dije sonriendo, tensa—. ¿Cuándo te parece que podré ir a verlo? —pregunté a Cobby.
—¿Ir a verlo? ¿Por qué? ¿Es que crees que no existe o qué?
Al tiempo que impedía los intentos de Fania de ponerme un latke en el plato, respondí:
—Sí, claro que creo que existe, pero lo que yo preguntaba es si podría echarle una ojeada. Si tú podrías pedirles que me dejaran verlo. Me interesa muchísimo.
Repetí las palabras lentamente, con la impresión de estar atrapada en las espirales de un extraño bucle del tiempo, ya que todo ocurría tal como me lo había temido: la primera petición que había hecho a Cobby había sido barrida de las orillas de su memoria.
—¿Por qué no? Sí, por supuesto. Preguntaré a Shloime. ¿De qué sirve un poco de protektzia —soltó una sonrisa burlona y se dio un golpecito en la nariz— si no la utilizas?
—Pero si yo voy a verlo por mi cuenta...
Cobby no me escuchaba; se secó los restos de sopa con un trocito de pan.
—Cobby, ¿crees que me dejarán entrar?
—¿Entrar? Pues claro que te dejarán entrar. Dices que eres sobrina mía. ¡No es Fort Knox!
Suspiré y me tranquilicé, ya que había obtenido la mejor respuesta que podía esperar. Con un poco de suerte, mañana por la mañana mi tío todavía se acordaría de la conversación que acabábamos de tener. Después de cenar nos sentamos a la luz azulada de la pantalla de televisión; mientras Fania trasteaba en la cocina, traté de dirigir los pensamientos de Cobby hacia el asunto que ahora me interesaba realmente; incluso más que el códice. El diario de guerra de mi abuelo, que yo me había ocupado en traducir, aquel diario abruptamente interrumpido cuando llegó a Petach Tikvah. ¿Sabía Cobby qué había sido de él a partir de entonces?
Mi tío se mostraba vago con respecto al paradero de su padre durante el resto de la guerra. Se sentó en su butaca, se rascó la maleza gris que le cubría el pecho y se lanzó a soltar conjeturas:
—Me parece que se escondió en un granero de Petach Tikvah. ¿O eso fue cuando estuvo en Tel Aviv? —pronunció la última frase a voz en grito dirigiéndose a Fania.
—¿Quién?
—Abba. Durante la guerra.
—Fue al norte con Dizengoff.
—No, no fue al norte.
—¿Cómo quieres que yo sepa adónde fue? ¿Acaso estaba con él?
Se oyó un estrépito de ollas y pucheros procedente de la cocina.
Lo más probable es que se escondiera en algún sitio, que se ganara trabajosamente la vida dando lecciones o trabajando en el campo, que enviara lo que podía a la familia que había abandonado; mientras tanto le llegaban informaciones secretas contradictorias sobre el avance de los británicos que tan pronto alimentaban sus esperanzas como las truncaban de raíz.
—No fue al norte —dijo Cobby—. ¡Vaya tontería! Habría caído en la trampa de las líneas enemigas.
Cobby recordaba los últimos días de la guerra. El ejército turco estaba en desbandada: los soldados desertaban en masa, eran capturados y volvían a escapar. A algunos, para que sirvieran de ejemplo a los demás, los colgaban, pero era imposible ejecutarlos a todos. Allí donde los soldados se quitaban las camisas para despiojarse, los campos quedaban arrasados. Recorrían a trompicones las calles de Jerusalén, muertos de hambre, medio desnudos, implorando un poco de pan.
—Ekmek, ekmek —me dijo—. Ésa es la palabra que recuerdo.
Estaba sentado en la butaca y recibía la brisa que entraba por el balcón, las frondas de una palmera plantada en un tiesto le aleteaban en la cara. El lugar habría podido ser Montecarlo si el inequívoco olor a piedra no lo hubiera identificado como Jerusalén; costaba imaginarlo transportado de aquella realidad pasada a ésta. Era viejo como una reliquia desgastada por el mar, con todos los hoyos y las volutas dejados por el tiempo. Intenté imaginármelo de joven. Pensé en la foto suya del álbum, en su cabeza poblada de negros rizos.
Les costaba aceptar que yo me hubiera hecho mayor, que yo fuera ahora dueña de mi vida, no la niña colgada tímidamente del brazo de su padre ni la dolida adolescente que lo llevó a enterrar; el apéndice silencioso de una madre autoritaria cuya única manera de expresarse consistía en cantar, a veces, el Salmo de las Gradas después de la cena. Les costaba aceptar que yo tuviera otras opciones, que me negase a seguir los raíles de la esperanza que siguieron mis padres y sus padres antes que ellos.
—Pero ¿a qué te lleva todo eso? —había preguntado Fania cuando describí mi trabajo académico, mi pasión por los textos, mis largas tardes en la biblioteca—. ¿Para qué sirve? ¿A qué conduce?
Ya había renunciado a la esperanza de convencerla de lo mucho que me gustaba mi trabajo y, además, de que era posible vivir aferrada al presente.
—Nosotros somos los supervivientes de una incertidumbre que no puedes ni imaginar siquiera —dijo con desdén—. Aun así, siempre hacíamos planes para el futuro.
Me dije para mis adentros que aquello me hacía bien, que aquélla era una de las razones que me habían empujado a venir. Buscaba el vigor de una nueva perspectiva, que alguien disecara mi vida como hacía mi tía en la cocina, con las rosquillas y los arenques. Cada vez comprendía mejor qué había venido a descubrir: la respuesta a la pregunta del porqué estaba yo aquí o qué sucesión de hechos y accidentes me habían conducido hasta ese momento de respiro; quería averiguar si la historia de esos veinte años que yo había ocultado tenía algo que decirme sobre la naturaleza de mi propia existencia.
Sentada debajo de las pinturas rosa y oro de los muros de Jerusalén, volvía las páginas del álbum familiar y examinaba rostros en los que tan pronto veía algo de mí misma como de mi hermano o de mi padre —la pálida forma de los labios, la hosca curva de las cejas—, algunos rostros que podía identificar y otros a los que ni siquiera Cobby sabía poner nombre, ya que su memoria era ahora más nebulosa que sus nublados ojos, más tambaleante que la mano con manchas hepáticas con que sostenía las fotos y las acercaba a la luz para examinarlas más detenidamente. Vi que mi tía Miriam había sido guapa en su juventud, que mi abuela había sufrido con paciencia pero estaba agotada; que tía Shoshanah, con su enfurruñamiento perpetuo, no deliberado sino simple accidente de su fisonomía, parecía siempre introducida en la fotografía como una ocurrencia tardía. Recordaba la pesarosa admonición de mi padre:
—Tenéis que ser amables con Shoshanah: no ha tenido hijos.
Cobby me habló de su trágica muerte sin hijos, de que en su lecho de muerte no había nadie que la llorase.
—Supongo que tú lloraste —le dije con voz vacilante, volviendo la página de Shoshanah porque no quería seguir mirándola a los ojos (nunca había sido muy amable con ella, después de todo). Entonces pensé: «Si la historia es un texto que narra los hechos que ocurren, si es un árbol, ¿termina conmigo esta rama particular de la historia?».
Me costaba aceptar que se habían hecho viejos, que hubieran muerto tantos rostros del pasado y que los vivos se hubieran ido desnudando a través de un proceso constante que ya casi había llegado a su final. Miré a mi tío: estaba de pie junto a la mesa de la luminosa cocina embaldosada de color naranja, la tabla de los quesos con el dibujo de un gallo y su calendario de un laboratorio farmacéutico. Estaba un poco cargado de espaldas, tenía un ligero temblor y una nube en un ojo. Llevaba las gafas reparadas con esparadrapo. Cuando hablaba, oía en su voz la de mi padre.
Me sentí un momento atrapada en un lapso de tiempo eterno y me pareció que en la habitación flotaban sombras y jirones de mi padre: sus gestos, el sonido de su voz, los perfiles que recordaba de su mejilla y su mentón. El contorno de la boca. Fragmentos de mi padre vivían en el hermano que lo había sobrevivido, como yo había imaginado en otro tiempo que vivirían en el hijo que nunca llegué a tener.
Cuando mostré la fotografía de Hannah a mi tío Cobby de manera aparentemente natural, la sostuvo unos minutos con mano temblorosa entre el índice y el pulgar, se subió las gafas a la frente, la examinó de cerca con la mirada de un hombre que atisbara siglos pasados, tiempos tan distantes que estaban casi olvidados: una época de rostros sin nombre como los de un sueño perdido en la memoria.
Su padre regresó cuando los británicos tomaron la ciudad. Un día, mientras jugaba en el patio del piso donde vivía, apareció un desconocido cuyo rostro no lo era. Había estado enfermo y, cuando el hombre se le acercó para abrazarlo, en un primer momento tuvo miedo, miedo de los khappers, de quienes había oído hablar, hombres que venían para llevarse a los niños al ejército ruso. Pero aparecieron enseguida sus hermanos y hermanas, todos gritando y llorando, bailando y cantando de alegría: «¡Ha vuelto nuestro padre!». Y desde aquel día le quedó un reconcomio secreto por no haberlo reconocido, el remordimiento de haber tenido miedo de su padre.
Hacía mucho tiempo que su abuelo, Shalom Shepher —ojalá descansara en paz—, había sido enterrado en el monte de los Olivos. En cuanto a la caja que contenía el precioso códice, mi abuela la guardó en el baúl de la ropa de la colada. No estaban los tiempos para pensar en aquellas cosas. Del baúl de la ropa fue trasladada a un trastero, junto con gran cantidad de cartas antiguas, documentos oficiales y montones de periódicos que, por estar impresos en la lengua santa, mi abuelo no quería tirar. Finalmente metieron la caja en el desván de Kiriat Shoshan, donde permaneció casi setenta años hasta que un día subimos y la abrimos.
Y se desenmarañó la verdad igual que se desenmaraña una malla de punto, con lo que se dio paso a un nuevo presente y a un nuevo pasado.