7

Mis padres se casaron en el verano de 1941; llevaban una rosa, una delgada sortija y un testigo que encontraron en la calle.

La rosa era regalo de mi padre, robada de algún jardín mientras iba camino de la oficina de registro. Era blanca, tanto símbolo de rendición como de amor. La sortija fue la mejor que pudo permitirse: veinte años más tarde, se había gastado tanto que se vio obligado a sustituirla. Eso, a ojos de mi padre, era la economía de los pobres.

Ahí van los pocos detalles que hemos podido reunir: se hizo cortar el pelo; llevaba el único traje que tenía y una corbata que había pedido prestada a un conocido diez meses antes y que nunca le devolvió; los zapatos eran viejos, pero lustrados con betún de calidad, toda su vida puso gran empeño en el brillo de los zapatos.

La señora Busby, su patrona, le dijo que estaba muy guapo. Al parecer, le había perdonado aquella metedura de pata que cometió con las setas.

La noche anterior, como distinción especial, le había servido para cenar un plato de setas asadas. Mi padre, que en su vida había visto ni probado setas de ningún tipo, se vio obligado a tirarlas al retrete. No tenía ni idea de que se trataba de un manjar caro ni de que eran difíciles de encontrar. La señora Busby se topó con él cuando salía del retrete con el plato vacío en la mano.

Pero como era el día de su boda, la mujer decidió pasar el hecho por alto. Hasta se le escapó una lágrima al tenderle el sombrero. Su propio hijo, Billy, estaba en el ejército. No sabía cuándo volvería a casa con permiso.

Corrió el visillo y lo vio cruzar la calle. Podía ser extranjero, pero no dejaba de ser un caballero. Y muy mañoso, además, para todo lo relacionado con la casa. Su novia era guapa, por descontado.

—Pero engordará —se le escapó a la señora Busby en voz alta, cediendo a un alfilerazo de celos—. Se lo veo en las pantorrillas.

O sea, que mi padre cruzó la calle y desapareció al doblar la esquina. La señora Busby lo perdió de vista y, aunque eso ella no lo sabía, también él se había perdido de vista. Caminaba aprisa, como si fuera directo a su destino, pero tenía la cabeza en blanco. Después del incidente de las setas se había sentido terriblemente mal, se había pasado la noche torturándose, y por eso lo que ahora deseaba más fervorosamente era olvidar aquella estupidez y meterse en su casa. Había pasado dos años y medio acuciado por una decisión irrevocable, una decisión que ahora le parecía tomada en un distante pasado, pero aquella última noche había comprendido que lo irrevocable no son las decisiones, sino sólo los hechos.

Ahora iba decidido a dar cumplimiento a un hecho.

Fue entonces cuando se detuvo junto al rosal cuajado de rosas blancas. ¿Acaso podía, todavía, emprender otro camino, deshacer aquel futuro que ya se estaba trenzando, cambiar su destino? No. Las rosas blancas colgaban sobre la tapia del jardín, cogió una entre el pulgar y el índice y la arrancó. Una mujer golpeó, enfurecida, los cristales desde una ventana del piso de arriba. Él le sonrió, se llevó la mano al sombrero, cogió la rosa y siguió camino adelante. ¡Era tan feliz y estaba tan desesperado!

No hubo fotografía de la ocasión; tampoco me la han descrito nunca. Pese a todo, conservo esa imagen de él camino de la boda. Un hombre sin familia ni amistades. Un hombre que llevaba una sortija en el bolsillo y una sonrisa triste en los labios. Un extranjero solo en un país extranjero que aportaba a su matrimonio el simple regalo de una tregua.

Gideon pregunta:

—¿Qué pasa?

Sólo entonces me doy cuenta de que lo estoy mirando fijamente.

Estamos sentados en el café Atarah de la calle Ben Yehuda. Fuera, la lluvia cae con incansable pertinacia. Los olores son una mezcla de café recién hecho, crema de leche y ropa mojada. Los cristales de las ventanas están empañados.

Me sobresalto y él sonríe. También él me observa con sus ojos verdes como la hierba, la mejilla apoyada en la mano izquierda. Sacude con la derecha la ceniza del cigarrillo que sostiene. Examino las arrugas que se le forman en la mejilla, debajo de los ojos; me pregunto qué edad tendrá.

—Nada —miento.

Me muevo, inquieta, en la silla. El resto del capuchino se ha enfriado. Tengo la impresión de que Gideon me penetra con la mirada, de que puede leer mis fugaces pensamientos en mi rostro traidor. No lleva anillo, observo, en esa mano donde apoya la mejilla.

Quizá no llevan anillos en aquella parte del mundo.

—Parecías estar muy lejos —observa con expresión de quien sabe lo que dice.

No sabe que yo sé; no le he dicho nada. Tal vez teme pinchar la burbuja de su mística. En todo caso, ahora me parece más misterioso. Más difícil de conocer por el hecho de tener un origen tan claro.

—Todavía no me has dicho si crees en mí —añade.

Ahora me toca sonreír a mí: como si creyera que éste es realmente el punto que importa. Como si yo fuera capaz de creer en algo. Hay algo más importante que esto, una sensación que sería difícil concretar en palabras. Se trata de algo poderoso y afín al instinto. Sigo sonriendo y, bajo control, respondo:

—Sé que me gustas.

—También a mí me gustas —dice Gideon.

Y deja la mano en la mesa. No me toca, por supuesto. Pero allí está su mano, una mano sin anillo, en una especie de aproximación.

Me echo para atrás. Miro a lo lejos, a través de la ventana que ha ido agrisándose.

—No me has contado nada sobre tu familia —observo.

Se encoge de hombros.

—No hay nada que contar. Tengo tres hermanos y cuatro hermanas. Todos casados. ¿Qué quieres saber?

—¿Tú no estás casado?

Gideon sonríe.

—Yo soy la oveja negra —la sonrisa se hace más amplia—, la desesperación de mi madre. —Pasado un momento, pregunta—: ¿Y tú?

—Supongo que a mi madre, si viviera —replico con cautela—, le gustaría verme casada.

—Y a ti, ¿qué te gusta?

—Me contento con lo que tengo.

—¿Qué tienes?

—Me tengo a mí. Mi trabajo. Debe bastarme con eso.

—¿Te basta?

Vuelvo a moverme en la silla, inquieta bajo esa mirada suya que lo ve todo. No encuentro refugio frente a los sentimientos que van creciendo dentro de mí.

—No tengo nada de que lamentarme —murmuro.

Siento una ola que me va subiendo por la garganta y me corta la voz.

—Yo no lamento nada —dice Gideon—. Me alegra haberte conocido.

Por poco doy un salto en la silla. Desde algún lugar muy cercano, un lugar situado a mi espalda, alguien me repite al oído: «Lo único que quiere es el códice. Lo único que quiere es manipularte».

—¿Te das cuenta de que, si dejo que te lleves el códice, me separaré de la única cosa que realmente me importa? —le digo bruscamente—. ¿La única cosa que podría salvar toda mi triste carrera?

Estamos frente a frente. Nos miramos. El rostro de Gideon es más grave, más triste que nunca. El mío seguramente refleja toda la furia que siento.

—Sí —replica, serio—, lo sé. No creas que no sé qué te pido.

—Si se tratase de una variante, no quisiera hacer otra cosa que pasarme tres años o el tiempo que fuera analizándolo.

—¡Claro! Pero ¿crees que tus parientes te dejarían?

—Si tú te lo llevas a..., dondequiera que te lo lleves, ni siquiera esa posibilidad me queda.

Gideon se ha quedado en silencio. Juega con algunas motas que hay en la mesa: sus dedos son largos, elegantes, dedos de artista.

—Quién sabe... —murmura con voz casi inaudible.

—No, no tendré esa posibilidad —digo con viveza, al tiempo que noto una ola de frío que sube dentro de mí—, tú me pides que haga ese sacrificio.

—Te pido simplemente que hagas lo que está bien.

Permanecemos callados; no hay nada más que decir. El bullicio y el ruido que reina a nuestro alrededor va en aumento e invade nuestra intimidad; un alboroto, una presión de gente que tiene todos los visos de querer expulsarnos. Pensar en la desolación que me aguarda me llena de desesperación. Quiero quedarme aquí con Gideon, discutir con él si es necesario. Si discutimos, querrá decir que estoy con él.

Levanta la cabeza de pronto, su expresión es radiante, se ríe.

—Eso es un regalo, ¿no te parece? —dice—. Ese secreto entre los dos. Seguro que ni tú ni yo lo esperábamos cuando llegamos.