12

—Era la amiga de tu padre —dijo Saul.

Me senté y observé la fotografía que sostenía entre el pulgar y el índice. Estaba montada en una cartulina gruesa, como una tarjeta de identidad, y en el dorso constaba el nombre de un fotógrafo de Tel-Aviv de la calle de Ben Yehuda; tenía las esquinas gastadas como si hubiera estado metida en una cartera o guardada en el bolsillo; estaba descolorida, como si hubiera recibido mucho sol. Una cara pálida y seria, unos ojos grandes, el cabello rizado al estilo convencional en torno al cuello y las sienes. Un retrato de estudio, una forma de presentación.

—¿Quién era? ¿Cómo era? ¿Por qué acabó todo?

—¿Qué quieres que te diga? ¿Sabe alguien cómo era? Se llamaba Hannah. Era la amiga de tu padre.

Más tarde, a manera de concesión, añadió:

—Era una yekke, una alemana. Me parece que hizo de profesora en la escuela de música.

Era demasiado revelador, pensé, que Saul, con sus repetidos y autoritarios sonsonetes del estilo de «ya sabes que tu padre no quiso nunca a tu madre», ahora se cerrara como una ostra cuando se trataba de hablar de este asunto. Su renuencia no hacía más que aumentar mi curiosidad. Le dirigí una de mis miradas de reojo, me guardé la foto en el bolsillo y me dije que había que aguardar el momento propicio.

Dondequiera que se encontrase, cualquiera que fuese la habitación de la casa donde estuviese, siempre podía saber dónde estaba por el débil ronroneo de la radio que mi tío llevaba colgada del brazo: ya estuviera en el baño, en la cocina, en el dormitorio principal del fondo del pasillo, donde dormía completamente vestido en un nido de ratas arropado entre inmundas sábanas, el murmullo de los noticiarios radiofónicos era el heraldo que anunciaba su lúgubre presencia. Sólo se enfundaba el caftán al caer la tarde, cuando la temperatura bajaba verticalmente y, entonces, haciendo muecas y a contrapelo, se veía obligado a encender la estufa de parafina, nuestra única fuente de calor. Ahora que no tenía más remedio que compartir sus magras existencias, se mostraba más renuente que nunca y no encendía la luz hasta que había oscurecido del todo. Se sentaba acuclillado junto a su radio, disfrutando del débil calorcillo que emitía como producto secundario de las noticias de las seis.

Toda su vida había practicado una frugalidad extrema. De joven había vivido de rosquillas y sandía; en cierta ocasión quiso probar qué tal sabía la cebolla hervida en agua, pero el resultado del experimento fue tan determinante que no lo repitió. Ahora, ya viejo, vivía como un monje. Lo hacía exclusivamente de su pensión, teniendo siempre presente la pobreza de su juventud. A ojos de Saul, nada podía compararse a gastar el dinero con sensatez. El hecho de gastarlo era una insensatez de por sí.

Cuando era joven había aspirado a ser un gran escritor. Se había pasado años llenando libretas con poemas y cuentos que escondía debajo del colchón de la cama. Como era muy sucio, y mi padre, en cambio, obsesivamente pulcro, era mi padre quien le hacía la cama y quien descubrió las libretas. Al principio guardó en secreto el descubrimiento, pero al final no pudo contenerse y una noche, mientras toda mi familia estaba cenando, sacó un poema y lo leyó en voz alta. El resultado tuvo tanto de hilarante como de trágico. Su hermano no le perdonó nunca aquella mortificación.

Como Saul me diría más adelante, todo se redujo a lo siguiente: los poemas, que pretendían ser serios, arrancaron las carcajadas de la familia, mientras que los cuentos, que querían ser jocosos, apenas si les provocaron una sonrisa. Ésa fue la paradoja que mi tío no supo aceptar y que puede decirse que reflejaba la mayor parte de las dificultades que encontró en la vida.

Sus opiniones políticas eran como su temperamento: arrebatadas y justas. Había pertenecido a las milicias nacionalistas y tal vez formara parte de la unidad involucrada en la masacre de los doscientos habitantes árabes de Deir Yassin. Los británicos lo tuvieron prisionero un breve tiempo en el complejo de Latrun; pero quizás este hecho representó el clímax de toda su implicación sediciosa.

Ejerció de maestro en Tiberíades, donde estuvo enseñando treinta y siete años en la misma escuela. Allí se ganó la aureola que ostentaba de intelectual solitario. Se lavaba irregularmente y padecía la incapacidad crónica de remeterse la camisa correctamente dentro de los pantalones. Tenía también la costumbre de dejarse desabrochado el botón de arriba de la camisa, el de detrás de la corbata, lo que causaba en la gente la impresión de que era persona de poco fiar. A pesar de que seguía escribiendo, lo único que había publicado era la nota necrológica de su padre, y aún esperaba en vano la experiencia reveladora que, presentía, algún día lo daría a conocer. Esa expectativa fue lo que lo mantuvo a flote durante unos años. Más tarde, cuando vio que no era probable que alcanzase nada espectacular ni permanente, se sumió en un estado de petrificación y amargura. Adquirió conciencia de la realidad una noche, y a la mañana siguiente había envejecido de manera tan perceptible que sus compañeros no pudieron por menos de comentarle el cambio que se había operado en su aspecto.

Ahora me precedía sin decir palabra por el sombrío corredor detrás del salón, arrastrando al andar las zapatillas por el pavimento embaldosado y con un débil resuello que rompía la silenciosa quietud. Dormía detrás de aquella puerta cerrada, en la fúnebre habitación de alto techo que fuera un día de mi abuela; la única vez que yo entré en ella, la vi poblada de armarios ventrudos y ominosas cómodas, una habitación que olía a almidón y al linimento de manzanilla con que le embadurnaban todas las noches el eczema que padecía. Allí había tres camas, una la de mi abuela, otra la de Shoshanah y otra la de tía Batsheva, arrimadas contra cada una de las paredes. Siempre me había parecido extraño que durmieran las tres en aquella habitación. Una sola vez, como recompensa por haberlas ayudado a doblar la ropa limpia («una tarea que toda chica debe aprender»), me habían dejado atravesar aquel largo pasillo hasta la temida y prohibida habitación, de la que sólo conocía anteriormente una raya luminosa debajo de una puerta cerrada, si bien yo ya había cometido el culpable desliz de atisbar una vez a mi abuela medio desnuda en ella, con unas gruesas medias de color café con leche. Las persianas estaban cerradas; no había luz natural, sólo el fulgor de una bombilla detrás de una pantalla polvorienta y cubierta de telarañas. Tanto la luz como el olor que emanaba la habitación eran insoportablemente opresores. Tía Shoshanah abrió entonces un hondo cajón de la cómoda vienesa y, de debajo de un grueso montón de sábanas y fundas de almohada y manteles de hilo bordados reservados para el sabbat y otras festividades, sacó una caja antigua de galletas napolitanas y me dio una.

Pero Saul no tenía intención de llevarme hasta la habitación. A medio camino entre el cuarto de baño y el salón, se paró; detrás de una cortina marrón, en un rincón que olía aún a trapos y a jabón de ácido fénico, donde solían guardarse los utensilios domésticos, y que a mí, de niña, siempre me había repelido por su tufo denso y sus escobas al acecho, había una escalera de mano. Era una vieja escalera de pintor, salpicada de disolventes y de brea desde las raras ocasiones en que se habían hecho reparaciones en la casa. Los peldaños estaban astillados, pero todavía era útil. Recogiéndose los pliegues del caftán, Saul se encaramó por la escalera. Tenía algo de sorprendente y de disparatada la rapidez con que se separó del suelo.

No nos separaban más que unos pocos peldaños cuando levantó la endeble trampilla y, con admirable agilidad, se aupó a la habitación del piso superior. Descendió sobre mí una vaharada de polvo, una oleada de calor recalentado en la que se materializó el rostro de mi tío, como una gárgola, mirándome desde arriba.

—¿Qué? ¿Subes o no?

Me encaramé y lo seguí. Salió a mi encuentro una oscuridad tenue y apolillada; levanté la cabeza al espacio superior.

Hacía mucho calor, el desván estaba tranquilo, lleno del aire acumulado durante el largo día. Olía a algo seco, a resina, un olor estimulante y familiar; el aroma del papel y de los libros viejos, del tiempo y de la descomposición.

Gracias a las pocas partículas de sol que penetraban por el tejado, vi un espacio amplio parecido a un granero y que ocupaba casi la superficie total de la casa: un entramado de vigas, el costillar del edificio; el tejido interior de escamas formado por tejas superpuestas. El extenso pavimento parecía un campo de batalla sembrado de cajas y baúles, fardos y bolsas de ropa vieja, vestidos, maletas y muebles. Un trastero destartalado, salvaje, caótico. Y papel por todas partes: bolas de papel, montones de papel, hojas de papel medio desintegrado, pilas inestables de legajos y de documentos. Era un archivo sólo en el sentido más vago del término o, en caso de que lo hubiera sido alguna vez, un archivo azotado por un huracán. Como si por el despacho de un abogado hubiera pasado al galope un regimiento fantasmal de cosacos que hubiera dejado tras de sí una estela de actas notariales.

Ya sin titubeo alguno, me aupé sin dificultad a través de la trampilla del desván y me quedé de pie bajo el generoso tejado.

Saul me indicó el depósito de zinc donde se almacenaba el agua, instalado en el centro mismo del desván.

—Aquí nos agachábamos —dijo— cuando venían de Deir Yassan y disparaban. Ya sabes, en el veintinueve.

—¿Y por qué aquí?

—Alguien le había dicho a mi madre que las balas no atraviesan el agua.

Se movió, encorvado, buscando algo, resollando ruidosamente mientras hurgaba entre la confusión, gimiendo débilmente por el esfuerzo y el calor, emanando un olor a sudor y a mala salud que aumentaba perceptiblemente con sus movimientos. Pensé entonces que también él formaba parte del polvo, que también podría disolverse y convertirse en parte del mismo.

—Lo encontré aquí —anunció.

Y sin añadir palabra, volvió a zambullirse y a abismar la mano en una caja mientras su perfil se hacía tenso y picudo como el de un ávido pájaro.

Caminando con levedad y cautela, pasé por encima de todo aquel caos. Los tableros del pavimento estaban en buen estado, pero crujían, y al agacharme volqué un montón de folletos ornamentados con tinta negra y escarlata. Leí lo siguiente: «Sociedad para la Promoción de la Lengua Hebrea. Reglas y principios». El papel era quebradizo y se me desintegró en las manos.

Éste era el secreto que la casa me había ocultado, aquí estaba el tesoro que me llamaba. Pero era un tesoro muy pobre. No era más que historia escueta y sin adornos: las actas de la Junta para la Conservación de Jerusalén; la contabilidad mensual del Fondo para Maestros Enfermos; números atrasados del periódico que mi abuelo había conseguido sacar de una vieja linotipia antes de la Primera Guerra Mundial. Correspondencia por triplicado, desvaídos libros mayores y registros del reparto de trigo entre los pobres de la ciudad.

Hacía décadas que todo aquello estaba allí, una montaña que había ido creciendo lentamente: primero un montón, quizá, pero al final un Everest con el material que se iba incorporando año tras año. Ignorado y olvidado por espacio de décadas, sólo la inminente destrucción había precipitado su descubrimiento. No era extraño que el códice hubiera permanecido oculto aquí tanto tiempo. Lentamente desplacé la mirada a mi alrededor. Una densa cortina de polvo oscurecía las zonas más apartadas del desván, donde debajo de los cabríos más bajos distinguí apenas unas ordenadas hileras de cajas cuyo contenido nadie había turbado aún.

¿Cómo se podía reconstruir la historia que dormía aquí enterrada, las historias que seguramente dormían sepultadas, escondidas, poso de alguna caja, perdidas en algún legajo enmohecido y alabeado, aguardando en vano una mano que las devolviera a la luz? Qué triviales parecían todos aquellos pedazos rotos, todos aquellos fragmentos. ¿Era posible que del pasado no quedasen más que aquellos huesos secos, aquellos esqueletos desprovistos de realidad, aquellas gastadas y cuestionables reliquias familiares? Un cuerno de carnero, un fragmento de un rollo de la Torá, un horario de trenes de la estación de Jaffa. Un viejo cuaderno escolar escrito con caligrafía inglesa —«“Nombre” es una palabra usada para designar a una persona o cosa»— cuyas páginas, sólo volverlas, se desintegraban. Y sin embargo, al igual que Saul, tampoco yo podía parar, arrastrada por un torbellino que me sentía incapaz de resistir. El nombre de la libreta era el de mi padre: «Amnon. Amnon Shepher. Amnon», repetido con florituras, infantil, no formado aún: sus primeros pasos en inglés. Imposible ignorar el señuelo de aquel nombre perdido ni la imagen de la caligrafía, viva aún después de casi setenta años.

Acerqué el montón de papel. En el extremo opuesto del desván, los movimientos de mi tío eran una reproducción de los míos.

«“Interjección” es una palabra usada para expresar un sentimiento súbito.»

No esperaba nada. Con los pulmones saturados de polvo, abrí la caja.