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Jerusalén, La Ciudad Santa,

17 cheshvan

¡Nuestro querido hijo!

Recibimos tu carta del 1 de noviembre. Te damos nuestra bendición por el nombramiento del cargo de maestro de Hebreo y Aritmética, que tendrás que desempeñar con gran empeño, además progresar con éxito en él a fin de poder encontrar a partir de aquí tu camino en la vida a fin de que comporte una satisfacción para tus padres. Sin duda que a tus ojos es un humilde comienzo, pero no olvides que tu padre empezó también a partir de esta humilde posición, ya que como está escrito: «Y que ellos no se avergüencen por mi causa ni que yo me avergüence de ellos por su causa». Y nosotros decimos, amén.

Al recibir tu carta, abrimos una carpeta especial para ti, la tercera que hemos tenido ocasión de abrir hasta ahora. Hemos guardado en ella tu carta y una copia de la presente, nuestra respuesta a la tuya. Las dos primeras carpetas ya están muy abultadas. Procura que la tuya no se quede atrás. Se precisará para ello cierto esfuerzo por tu parte, ya que ahora no soy joven como antes y no escribiré todas las semanas como solía hacer anteriormente aunque no recibiera respuesta de mis hijos; por eso la carpeta se llenaba sobre todo con mis cartas. Ahora sólo responderé las cartas que reciba.

Por supuesto que habrá que tener en cuenta otro factor importante: me refiero al contenido de las cartas. Éstas deben contener exclusivamente buenas y alegres noticias. Tal vez sea algo difícil de conseguir, sobre todo por la tendencia observada a menudo hacia la melancolía y el descontento; pese a todo, espero que así ocurra.

Aquí, todo bien. Toda la familia te envía sus más calurosos saludos.

Bendiciones de tu madre y de tu padre,

Joseph

P.S.: Escribe y cuéntanos cómo te van las cosas.

Jesuralén, LCS, 8 nisan

¡Nuestro querido hijo!

Hemos leído con interés que has presentado una solicitud para el cargo de inspector sanitario de alimentos al Departamento Municipal de Salud. Ciertamente que el puesto tiene importancia, pero ¿ofrece de veras estímulo intelectual suficiente? La enseñanza, aun siendo menos aventurera, plantea siempre desafíos a la mente. Estamos seguros de que sabrás elegir lo más conveniente y te deseamos éxitos en esta nueva empresa.

Es una lástima que no te haya complacido tu labor de enseñante, pero hace un año que te ofrecieron mejores oportunidades y las rechazaste.

Todo bien por aquí. No hay nada de que informarte. Vino a vernos un comerciante de libros, un judío persa que buscaba ejemplares valiosos. Pero le informé de que tu madre se marchó durante la guerra llevándose todos nuestros libros raros.

Miriam espera carta tuya. Me pregunta sobre el particular casi todos los días.

Parece que Ben Zion no podrá venir de Boston a pasar el Pésaj con nosotros. Por supuesto que tú vendrás para celebrar la fiesta.

Saludos y bendiciones,

Joseph

Jerusalén, LCS, 14 tammuz

¡Nuestro querido hijo!

Nos figurábamos que vendrías a pasar el sabbat con nosotros, pero no ha sido así. Por el tono de tu carta se ve claro que en la actualidad no cuentas en Tel Aviv con ninguna fuente de ingresos importante y parece que tampoco tienes unas obligaciones básicas. ¿Por qué sigues, pues, en Tel Aviv? Vuelve a casa y quédate con nosotros hasta que estés en condiciones de decidir tu futuro. Tal vez encuentres entre tanto un trabajo de enseñante, semejante al que ejerces en Tel Aviv.

Nos apena verte en esta situación. Si los alumnos particulares te agotan realmente la paciencia, por tu bien y por el de ellos no persistas en darles clase. Y sobre todo, vuelve a casa, hablaremos y así llegaremos a alguna conclusión con respecto a un futuro a largo plazo.

Miriam sigue pidiendo que le escribas. Te adjunto media lira. Hemos pensado que tal vez tengas necesidad de una pequeña cantidad de dinero.

Saludos, bendiciones de todos,

Joseph

Ésta es la ciudad a la que fue mi padre: una ciudad de calles rectas y trazado regular, de edificios pálidos y árboles recién plantados. La Ciudad Blanca, la pequeña Tel Aviv. Una ciudad que era como el plano de un arquitecto, irreal: donde hoy había arena, mañana aparecía una avenida pavimentada. Un café en cada esquina y, al final de todas las calles que llevaban a poniente, la azul sorpresa del mar. Una ciudad que surgía como un sueño, una ciudad que veinte años atrás no había sido más que dunas. Una ciudad que era un pastel de bodas con torreones y balaustradas y minaretes turcos, adornada con molduras de la fábrica de Alfred Willard en Valhalla: neogóticas, neoclásicas, orientales y románticas, barrocas, rococó, art nouveau. Una ciudad donde un inmigrante alemán podía sentarse en un mirador vienés y contemplar el balcón moro o italiano que tenía enfrente. Todo era deslumbrante, todo era nuevo, flamante. No sabían entonces que las balaustradas se oxidarían con el tiempo, que las molduras perderían color y se desconcharían, que la ciudad construida sobre arena era esencialmente una ciudad construida sobre arena.

Ésta es la ciudad a la que él fue a parar, un jerosolimitano cetrino que no sabía nadar. Caminaba titubeante por las aceras recién puestas, deslumbrados sus ojos por la luz oceánica. Vivía una existencia precaria, refugiado en una exigua y desnuda habitación de la calle Gordon, con el inevitable letrero pintarrajeado y fijado en la ventana: Man Lehrt Hier Hebraisch. Una habitación con un fregadero y un pequeño recibidor. Una mesa plegable y una cama plegable. Todos los simplones, todos los tontorrones, todos los imbéciles que vomitaban los barcos europeos en Jaffa, embutidos en ceñidas chaquetas, se encaminaban en incesante corriente hacia su puerta.

Yo rompo, yo hago añicos, estoy destrozado, estoy hecho pedazos, lo rompo todo.

Hora tras hora permanecía sentado con la mirada perdida más allá de la ventana, mientras sus alumnos se abrían paso a trompicones a través de las conjugaciones de los verbos regulares. Desplegaba con ellos una infinita paciencia, una calma berroqueña insólita en un joven. Se aferraban a él como a un oráculo, un agorero, en aquel continente extraño, aquel nuevo inicio.

Doy pie a destruir, me destruyo.

Cuando se iban, salía a la calle y se iba andando hacia el norte hasta la boca del Yarkón y más allá, hasta el nuevo puerto y la Feria de Oriente, y se aventuraba incluso hasta los naranjales de las afueras de la ciudad. O se iba caminando por la playa nada menos que hasta Jaffa, se sentaba en la arena con zapatos y contemplaba cómo se ponía el sol del deseo en los mares de su ambición. Con los ojos cerrados, sentía la brisa del mar en la cara y recorría repetidas veces con el dedo el pergamino de sus labios resecos y agrietados. Mucho después de que hubiera anochecido, caminaba hasta quedar exhausto, incapaz de mitigar el desasosiego que poseía su cuerpo.

No tardó en renunciar a su puesto de maestro, se buscó otro trabajo, pero lo abandonó igualmente; había cursado una solicitud para el cargo de inspector sanitario, pero la retiró: el nombre de por sí ya hablaba de alienación y aburrimiento; además, sabía que detrás de las blancas fachadas todas las casas y restaurantes de Tel Aviv despedían hedor y no tenía ganas de ganarse el pan metiendo las narices en los rincones putrefactos de la ciudad. Otras posibilidades, similares a aquéllas, se abrían a su paso, pero le parecía que aquello sería trocar una esclavitud por otra, peor cada una que la anterior. Pero aún peor lo tenían, se decía él, sus pobres estudiantes, con quienes perdía pronto la paciencia y, de no haber sido por su petulancia de mejorar tanto su propia situación como la de ellos, hacía mucho tiempo que los habría mandado al cuerno, y lo mismo a las escasas monedas que le proporcionaban.

A veces, en las tardes de verano —a menudo liberado de cualquier ocupación—, se tumbaba en la playa completamente vestido y absorbía el calor del sol como un verdadero lagarto; sentía los miembros pesados, la cabeza como si la cociera en un horno; era entonces cuando notaba con más fuerza la tirantez de aquella cicatriz que tenía en el cráneo. Tenía la impresión de volverse de plomo, le parecía que permanecería siempre allí tumbado, inmerso en aquel calor doloroso y pensaba que ojalá no tuviera que volver nunca a su pequeña y agobiante habitación ni que dar clase al alumno siguiente.

Dice Miriam que después de los veranos en Tel Aviv se volvió completamente rubio, que las cejas y las pestañas se le pusieron doradas, bronceada la piel. Tenía unas pestañas largas y suaves, casi como las de una chica. Cuando volvió a Jerusalén en vacaciones, apenas lo conocía nadie: subió los escalones del porche como un Adán radiante. Busca una fotografía en el álbum familiar y me la da diciendo:

—Era así.

Sostengo la foto entre el pulgar y el índice: la imagen fugaz, la visión juvenil, radiante, de mi padre. Menos de una semana después de su llegada a Jerusalén perdió el color, el pelo se le oscureció visiblemente, se desvaneció el dorado fulgor de Tel Aviv y recuperó el color cetrino de los jerosolomitanos.