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Llegué a Jerusalén de noche, a oscuras, tras una larga ausencia, con la lluvia aporreando las ventanillas del taxi mientras recorríamos el camino que transcurre entre la llanura y las colinas. Fuera, al principio del trayecto, vi anuncios luminosos, un huevo de oro, comidas para conductores, una gigantesca sonrisa circundada por destellos de luces. Igual podía haber sido América. Igual podía haber sido cualquier sitio. Después, la autopista. Ningún sitio. Oscuridad, árboles encorvados. Un cambio en el aire. Tufo de gasolina y de alquitrán, un atisbo de mar o de desierto. Extrañeza. Lluvia.

Después, a medida que íbamos ascendiendo, cerré los ojos y me pareció reconocer la antigua carretera, las cuestas y curvas inscritas en mi memoria. Pero había cambiado. Más llana, menos retorcida, se desplegaba convertida en algo menos familiar. Y cuando abrí los ojos, en lugar de la oscuridad de las colinas vi multitud de luces, ristras y racimos de luces hasta allí donde alcanzaba la vista.

—¿Qué es eso? —pregunté.

El conductor respondió:

—Eso es Jerusalén.

El motor se esforzaba y la lluvia inundaba el parabrisas. Y de pronto me di cuenta de que estaba en el camino que reconocía: una curva pronunciada, una gasolinera, ruinas y, colgando del borde de un profundo valle, una covacha que tal vez estaba allí agarrada desde hacía más de cien años y que había conseguido no despeñarse aún. Jerusalén es la ciudad con la puerta de entrada más descorazonadora del mundo; entre o salga, uno siempre recibe el saludo de las tumbas.

El conductor tenía la dirección: Kiriat Shoshan. Y de callejón en callejón, pasó rápidamente los semáforos, paró en la primera luz roja siguiente, hizo chirriar la radio. ¿Conocía yo aquel tramo? Había vuelto a perderme en un laberinto de tráfico, asfalto, hoteles y galerías comerciales, estaba metida en el mar de una ciudad transformada. Sin embargo, me acordé de aquel camino cuando entramos en una tranquila avenida bordeada de edificios de apartamentos, una calle larga y recta con todo un ejército de árboles que en su extremo más lejano se abría a una pequeña plaza con un espacio para niños, un arenero y una sinagoga. Y allí, en una esquina de la plaza estaba la casa, más vieja que nunca, más consumida y maltratada por el tiempo, con una de las persianas colgando medio desprendida y, más oscuros y frondosos que en mi recuerdo, los cinco cipreses que había plantado en hilera mi padre.

Flotaban nubes tenues; una luna que parecía la uña de un dedo del pie estaba suspendida de un cielo deshilachado. Me quedé con la maleta en aquel trozo de tierra que conocía tan bien, como subida a un disco en medio de un extraño universo.

Y sentado junto a la ventana vi a mi tío Saul, tal como me lo había imaginado, encorvado ante la mesa de la cocina y vestido con el caftán de mi abuelo, acurrucado delante del hornillo de petróleo, escuchando la radio. Se puso de pie y me miró a través de las gafas redondas.

—Hola, Saul —le dije—. Soy yo, Shulamit.

Veinte años no habían causado gran diferencia en él. Antes ya era viejo, ahora lo era más. Entonces tenía el cabello plateado y ahora seguía siendo plateado. Caminaba igual que siempre, encorvado y arrastrando los pies, ahora trabados sus pasos por los pliegues del caftán de mi abuelo, que le caía muy holgado y estaba muy usado y roído por la polilla y que despedía un olor mefítico a cosa podrida. Dios sabe de dónde lo habría desenterrado; del fondo de un cajón de la barriguda cómoda de nogal, tal vez, o del armario del dormitorio de atrás, el que olía a alcanfor. Lo llevaba, supongo, porque lo guardaba del frío y quizá también por otra razón: imaginaba, tal vez, que en virtud de la transustanciación se había convertido en mi abuelo.

Era tal como lo recordaba, un hombre de pocas palabras y de pocos gestos, aunque muy vivos, capaces de expresar con el movimiento de una ceja lo que suponía el silencio de veinte años y una ausencia sólo puntuada por una postal barata el día de Año Nuevo.

—Shulamit —repitió.

Me invitó a entrar con gesto reverente, como el conservador de un museo cuando está próxima la hora del cierre.

Dejé caer mi bolsa de viaje y di un paso adelante para impregnarme de toda la sordidez de aquella casa que había sido un tiempo el corazón palpitante de la familia y que ahora no era más que un tugurio. El mobiliario se acumulaba en oscuros rincones. Había torres de cajas y montones de sábanas, frágiles pirámides de cacharros de cocina; desechos domésticos apilados en inestables rimeros. Las ventanas estaban decoradas con cenefas bordadas rotas. Las paredes estaban desnudas, pero del dintel de la puerta, allí donde yo lo recordaba, todavía colgaba un polvoriento móvil de cristal verde azulado de Hebrón.

Me volví a mi tío, que miraba a través del mar de la memoria con la misma mirada interior de siempre, agrandada por los cristales de sus viejas gafas, y que ahora me observaba como si yo no fuera más que un fantasma venido para acechar su ya acechada soledad. Me las arreglé para sonreír.

—He venido a hacerte una visita —dije.