15
Sola en el dormitorio-estudio, me asomo a la ventana, respiro el aire de la noche impregnado de olores de comida, de incipientes tormentas y de emanaciones de gasolina, contemplo los cuadros de luz que brillan en los otros edificios, los alfilerazos rojos, blancos y dorados de miles de ventanas más. Siento mi soledad, siento hasta qué punto he llegado, cuán extraña y familiar a un tiempo la veo en esta lejana ciudad.
Mi bisabuelo tuvo un absurdo sueño: quería reunir las Diez Tribus Perdidas. Quiso conseguirlo de una manera literal, con barcas y camellos, a través de montañas y desiertos: conducirlas como hizo Moisés, con los pies llagados, hasta la Tierra Prometida.
Toda la gente de aquí habla ahora de milagros, de alfombras mágicas y de alas de águilas. Pero lo que yo veo es la confusión de los milagros, el pragmatismo que obliga a hacer verdad las profecías; la crueldad y desesperación que convierte en reales los sueños.
Me aparto de la ventana y recorro los estantes de libros con la mano, los lomos de papel despegados y descoloridos por el calor de muchos veranos: Química inorgánica, La vida de Louis Pasteur, el Boletín de fármacos y terapias, de 1978. Cojo Leninismo, de Stalin, y empiezo a leer:
El leninismo es el marxismo de la
época del imperialismo y de la
revolución proletaria en general.
De las páginas del libro cae una polilla muerta.
Me tumbo boca arriba en la semioscuridad. Aspiro el polvo de los libros y cierro los ojos.