8
—No sé de qué me hablas.
Saul planeaba sobre mí mientras yo restregaba el interior del frigorífico. Aunque aprobaba aquel trabajo mujeril, era evidente que lo tenía perplejo. Cogía las cajitas de hummus y de crema ácida que yo había traído del Supersol y las examinaba con una desconfianza rayana en el asco. Allí estaba yo intentando imponer orden y bienestar en una casa que dentro de pocas semanas sería un montón de escombros. ¿Por qué? ¿Para qué? Mis razones eran un misterio, incluso para mí.
—Ese códice —repetí—. No sé nada sobre él. Y me gustaría saber algo.
—¡Uf! —Saul dejó las cajitas del supermercado—. Eso es malo para el estómago —dijo y, tras un momento de reflexión, añadió—: y malo para el corazón.
—Para el corazón es bueno —dije con decisión—. En todo caso, en nuestra familia nunca hemos tenido problemas de corazón.
—Tu tío Ben Zion murió del corazón. Y tu tía Shoshanah lo mismo. Del corazón.
—Creía que había sido de cáncer.
—No, lo de Shoshanah fue el corazón. El cáncer lo habría aguantado. Los demás fue cáncer. Tu padre..., cáncer. Y tu madre —apuntó hacia mí con un dedo reseco—. Procura cuidarte. Come mucha verdura fresca.
—Como haces tú, ¿verdad, Saul?
—Yo ya no tengo que preocuparme. Lo único que tengo que vigilar es el estómago.
Recogí un babeo de agua oscura con la esponja.
—¡Vaya conversación alegre, Saul! —Lo miré directamente a los ojos—. Ésta es la primera vez que oigo hablar de que hay un códice.
Un estremecimiento de puro escepticismo recorrió el cuerpo de Saul. De no haberse encontrado en la casa de su padre, quizá habría soltado un escupitajo.
—¡Todos aquí! Toda la cuadrilla. Igual que buitres. Oléis el dinero.
—¿Qué dinero?
—¿Crees que una cosa así no vale dinero? Pues claro que lo vale. ¡Un documento así!
—¿Qué clase de documento? ¿Es una Biblia, pues?
—Eso vale muchos miles, probablemente. Para todos esos schnorrerim.
—¿De qué schnorrerim hablas?
—Buitres. Ladrones. Hablo de nuestros queridos parientes. Y de todos los demás. —Me observó unos segundos en silencio y enseguida desvió la mirada y la fijó con inquietud más allá de la ventana—. Me parece que tu problema es el corazón.
Restregué con más energía.
—A mi corazón no le pasa nada.
Pero sí le pasaba algo a mi corazón, no lo podía negar. Hacía mucho tiempo que alguien lo había matado; ya no sentía nada. Y si ahora era así, quizá siempre había sido así. Hacía años que me sentía inquieta, por supuesto, más insatisfecha de día en día, si bien éste era un secreto que me guardaba para mí sola. No respondía cuando me preguntaban por mi vida con las respuestas sinceras que me rondaban por dentro: que yo era un luftmensch, un ser flotante que vivía del aire, al día, mal que bien; que yo era un matmid, una estudiante perpetua, que estudiaba sin aprender nada y hasta ignoraba mis propios deseos. Que era un árbol sin raíces, una casa sin cimientos, pronta a salir despedida volando ante el primer vendaval. Aunque eso podía ser una ilusión que me seducía. Abrigaba el sueño de que en un futuro próximo o lejano acabaría por sincerarme conmigo: me cansaría de los días grises consagrados a las variantes textuales del Pentateuco y por fin remontaría el vuelo hacia el horizonte. Pero el futuro está siempre ante nosotros y la desidia es el pecado de la familia.
Todo podía haber sido diferente. No podía negar que había tenido mi oportunidad. Habría podido ser cantante solista en la ciudad, y había existido en mi vida un joven saxofonista, un Daniel de ojos negros, un activista-ateo-racionalista-anarquista con cara de místico medieval, un idealista con la cabeza poblada de visiones de futuro que aspiraba a trabajar para el Estado secular utópico de Palael. Me dijo que su creación era una obligación moral para nosotros, los judíos.
—En todo caso, eso quería la Biblia.
Quería que me fuera con él, pero fue pasando el tiempo, y por fin Daniel guardó el saxofón en su estuche y yo seguí barajando mis intenciones sin llegar a decidirme; no tomé la decisión de dar aquel paso. Así pues, él hizo las maletas y me presentó un ultimátum: o nos íbamos juntos o habíamos terminado.
—No me decido —le dije.
—No se trata de decidir. No es como decidir entre kétchup y salsa picante. Vienes y ya está.
—Lo pensaré —dije.
Quince años después todavía seguía pensando en lo ocurrido mientras iba derivando de una esporádica relación a la siguiente, pero me encogía de hombros, me dejaba arrastrar por la corriente, aunque volvía siempre a aquel primer amor inocente. Me decía que quizás ahora sería capaz de amar a Daniel, imaginaba incluso que Daniel sería capaz de amarme a mí. Pero ya era tarde. La vida tiene su manera de refrendar nuestras opciones y la decisión que no llegué a tomar se había tomado por sí misma.
Vivía sola, encerrada en una burbuja de independencia a la que algunos habrían dado el nombre de reclusión, siguiendo la rutina que yo estaba firmemente convencida de que mantenía mi cordura: dando clases a mis escasos alumnos, enfrascada en mis intereses particulares, prisionera noche tras noche de polvorientas bibliotecas o traspasada de frío bajo la solitaria luz de la lámpara de sobremesa. Y hacía todo eso a sabiendas de que mi existencia tenía algo de ridículo. Al fin y al cabo, ¿qué utilidad tenía para el mundo un estudio más sobre la relación ortográfica entre lo escrito y lo leído o la filología comparada del ugarítico y el acádico? Aunque eran aspectos que ejercían una verdadera fascinación sobre mí, eran tan raros como el dodo en un medio académico que cada vez era más consciente de los beneficios y de la economía; eran algo cuyo futuro iba haciéndose más precario tras cada año que pasaba. Tampoco era probable que yo encontrase el auténtico grial de mis investigaciones: el original, el Ur-texto de las Escrituras hebreas.
Si alguien sabía algo sobre el corazón, ése era Saul, pensé con amargura, enjugándome de la mano, con un paño, la mugre pegajosa del frigorífico. Al hacerlo, un escalofrío que venía del pasado me recorrió el cuerpo, se coló por algún resquicio en el presente y me cortó como un cuchillo. Recordé el verano del entierro de mi padre, aquel horror absoluto para el cual nada me había preparado, cuando en medio de una turbadora selva de sepulturas y polvo seguimos el cadáver hasta la tumba, tendido en unas angarillas, envuelto en una mortaja con una mancha de sangre, y contemplamos cómo llovía sobre su desvalido rostro una andanada de piedras y tierra. Después, en la oscuridad de la habitación de los invitados, con un quórum de hombres tocados con negros sombreros que ronroneaban sus oraciones desde fuera, observé a Reuben, que manipulaba la radio. Dije a mi hermano:
—Lo han enterrado como a un pordiosero.
Y Reuben, con la cara escondida detrás de su poblado y oscuro flequillo, respondió con aire despreocupado:
—Bueno, los muertos son pobres.
Saul, sentado a un extremo de la mesa de la cocina, me miró fijamente a través de las gafas y dijo:
—Tú ya sabes que tu padre no quería a tu madre.
Veinticinco años después todavía me moría de ganas de demostrarle que estaba equivocado.
Pasó el momento, terminé el fregoteo y aprovisioné el frigorífico. En su desolada blancura, las pocas cosas que había dentro denunciaban penuria y soledad. Después, avanzada la tarde, Saul se sentaría conmigo en el frío salón y soltaría tenues pedos a causa de la rica dieta a la que lo había sometido; juntos, iríamos volviendo las negras hojas de un álbum familiar adornado con una chapa de cobre que representaba el Muro de las Lamentaciones: crispados grupos de estudio con profusión de cuellos almidonados y chalecos abotonados; retratos sepia de nuestra rama lituana, perdida e innominada. Fotografías de boda, regimientos de primos. Mi tío Cobby y su esposa Fania; mi tía Miriam y su marido Dov. Nuestra llegada al muelle de Haifa: mi madre con un deslumbrante traje playero blanco, mi padre ataviado más ceremoniosamente, tocado con sombrero de fieltro.
Acoplada entre los dos, la foto de una muchacha de ojos y cabellos oscuros, vestida con la ropa de lana y los botones propios de los años treinta. Una fotografía introducida que discordaba del conjunto. Ni tía ni prima, tampoco una de esas novias que aparecían después con el austero vestido de desposada de los tiempos de guerra al lado de un novio de expresión adusta. Anómala e interesante, me pregunté quién era.
—¿Quién es? —pregunté a mi tío.
Y él me respondió con la mayor naturalidad:
—Es Hannah. ¿No la reconoces? La amiga de tu padre.