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Al parecer, alguien había estado amasando cemento en el baño. En medio del cuarto de baño había un cubo de zinc que parecía un niño abandonado: dentro del mismo había una especie de calzoncillos y una floración científica de un humus acuoso verde azulado.

Me remojé con agua fría y herrumbrosa del grifo —las axilas, la cara y el cuello— y me sequé con una toalla que olía excesivamente a lo que olía la casa. Al salir choqué torpemente con Saul.

—¡Oh! ¡Huy!...

Éste fue nuestro saludo matinal.

En la semiabandonada cocina había una marmita vieja sobre un hornillo de petróleo y, sobre la mesa, encima de un lecho de migas, una hogaza vaciada de su interior y mi tío, escuchando la radio, sentado y ocupado en extraer la miga a puñados para la cena sin preocuparse de usar cuchillo. Las migas se mezclaban con los fósforos usados para encender el hornillo, ya que los aprovechaba para hurgarse las orejas.

El frigorífico estaba vacío y su interior aparecía recorrido por sucios regueros amarillentos.

Treinta años atrás aquella habitación había sido el corazón de la casa, el centro palpitante de donde salía el alimento y la conversación, un lugar donde hervían ollas, se majaba la comida, se horneaba; un lugar dedicado a la conversación. Aquí había visto a mi tía Batsheva yendo de aquí para allá, majando la harina en un mortero de bronce para preparar la matzá; en esa mesa de la cocina mi abuela había amasado y cortado los fideos para la sopa del sabbat. Aquí nosotros, niños famélicos siempre, acudíamos a asaltar el frigorífico, cuyos estantes crujían bajo el peso de las manzanas y de la uva, de las ciruelas y de los melocotones del mercado Machane Yehuda, de las piezas de queso blanco salado, de las bandejas de tarta de miel, de halva, el postre llamado mono relleno.

Ahora la cocina había retrocedido a su primitivo estado: exigua, minimalista, como la situación caótica militar, con sus grifos oxidados y su hornillo de petróleo. Las baldosas marrones, colocadas en algún momento de los años cincuenta, y los elementos más o menos provisionales incorporados por algún primo impetuoso habían ido desprendiéndose de las paredes y detrás asomaba la piedra desnuda; aparecían telarañas, prueba camuflada de la existencia de un pasado más básico.

Pero aquella casa siempre había sido primitiva, una especie de cueva que exhibía su piedra de una manera natural, la desnudez de sus paredes; siempre había tenido todo el aire de una vivienda temporal. Ya de niños sabíamos que tenía los días contados, que cada visita que le hacíamos iba agotando un depósito limitado, como cuando se visita a un pariente viejo y enfermo y, al decirle adiós, uno no sabe si aquella vez será la última.

—¿Y dónde está tu hermano Reuben? —me había preguntado Saul la noche anterior, como si esperase que tuviéramos que llegar los dos en tándem, como siempre, uno detrás de los talones del otro, uno alto y la otra baja, uno pelirrojo y la otra con el pelo oscuro, pese a que los dos éramos ya jóvenes adultos cuando nos había visto por última vez: niños aún después de los veinte años.

—Mike, ahora —lo había corregido yo—. Se hace llamar Mike.

No podía decirle que Reuben no tenía ningún interés en verlo; que Reuben había procurado olvidar; que Reuben no iba a venir.

Lo que me había traído aquí era la carta del tío Cobby; un frágil garabato escrito con temblorosa caligrafía escolar que constituía un acontecimiento de por sí, ya que sólo un hito en la historia familiar podía inspirarlo hasta el punto de escribirme. La tía Batsheva había muerto; la casa había revertido a sus legítimos propietarios; se había agotado el tiempo para sus sacrosantas paredes. Cuando llegara el verano, la casa habría desaparecido. En el sitio que ahora ocupaba se levantaría un bloque de cinco pisos de apartamentos. Si quería verla una vez más, tenía que visitarla de inmediato.

Difícilmente habría podido definir, ni siquiera podría hacerlo ahora, el remolino de sentimientos que me invadió y se apoderó de mí entonces; qué torbellino de nostalgia, congoja y pesar me sobrecogió de pronto al leer aquella carta. Hacía años que vivía en una especie de letargo, esa calma profunda que sucede a una violenta tempestad. Ya no me creía capaz de sentimientos tan intensos. Mi vida era ordenada, vivía sola, el pasado y mi corazón estaban enterrados y olvidados. Y ahora de pronto aquel resurgimiento, aquel arrebatado impulso de lanzarme hacia todo lo que había rehuido hasta entonces, sometido, amortajado en el olvido.

Llamé a mi hermano para preguntarle si quería acompañarme.

—¿Bromeas? —me soltó—. ¿Para qué demonios voy a volver? —Y añadió—: Tampoco tú deberías volver. Te trastornará.

Pero yo quería ir; quería trastornarme. Quería sentir algo después de tanta vacuidad. Así pues, a la primera oportunidad reservé un pasaje individual y preparé mi solitaria bolsa de viaje. Volví montada en las alas de águila de un jumbo que, elevándome por encima de un mundo ajetreado y relumbrante, me dejó contemplar desde lo alto el minúsculo y distante punto que, como el pinchazo de una aguja, había sido mi vida hasta entonces.

Empujé la rígida puerta trasera con sus nueve paneles de vidrios multicolores y salí al exterior. La mañana era cálida y suave; ni rastro de humedad, sólo un cielo azul de indefinida profundidad y un hálito de primavera en el aire, aunque en esta época del año podía caer en cualquier momento un inesperado chubasco. La plazoleta era como había sido siempre, bordeada de turbintos y rodeada de bloques de apartamentos; más grises ahora que antes y con las cicatrices de parches leprosos, pero escondidos detrás de crecientes hileras de cipreses y oleandros. La casa, sin embargo, había cambiado: las persianas rotas, el jardín cubierto de basura, decorado con un descoyuntado cochecito de niño que coronaba las inmundicias como la extraña guinda de un repugnante pastel. La pared de la esquina del solar estaba desmoronada y los cactus acartonados, medio muertos, extendían sus negros brazos como serpientes que culebrearan a través del abrupto sendero.

Rodeé el sendero y subí los pocos peldaños que llevaban al porche, donde en medio de una marea de hojarasca seca había dos sillas desvencijadas encaradas una frente a otra como en larga y abandonada conversación. La plaza estaba tranquila. Una madre joven empujaba un cochecito más allá de la sinagoga y un judío religioso con caftán y tirabuzones se entretenía al otro lado, debajo de un turbinto.

Recordé aquella casa en otro tiempo llena de gente, me recordé a mí, niña visitante, pálida y extranjera con mi piel inglesa; recordé cómo había tocado las púas de las plantas desconocidas y el miedo que tenía de los alacranes. O cómo, sentada a la sombra de los cipreses, observaba las pacientes hormigas siguiendo hora tras hora sus laboriosos caminos sumidas en extática pereza. La casa estaba vacía ahora, pero yo volvía a estar aquí, inglesa y pálida aún, con miedo a los alacranes aún, a pesar de que en todos esos años jamás había puesto los ojos en ninguno; aunque una tarde, al regresar de una excursión, había visto a mi padre que, con mano experta, arrancaba una negra serpiente del corazón del oleandro.

Pero eran cosas que cabía esperar: mi padre se había recuperado a sí mismo, volvía a sus instintos, se encontraba a gusto, se sentía como el animal enjaulado liberado de pronto en el bosque; subía a los árboles a coger algarrobas, se sacudía, indiferente, del hombro una cucaracha de siete centímetros de largo. Era el nativo devuelto a la tribu, nunca lo habíamos visto tan feliz. Nosotros, Reuben, mi madre y yo, entre tanto, éramos los forasteros que luchaban con las quemaduras de sol y las picaduras de los mosquitos, con extrañas costumbres, con trastornos estomacales y con una lengua extranjera. Mi madre pasaría los días de un verano tras otro tendida a oscuras en la habitación de los invitados, que estaba tapizada de fotos de familia, con los ojos cubiertos con un pañuelo empapado en agua de colonia; no temía quizá los alacranes, sino algo más fiero y aterrador: la ausencia de mi padre, su abandono.

—No reconocerás la casa Plotsky.

Me sobresalté. Como la de una descolorida marioneta, en la puerta ventana había aparecido de pronto la cara de Saul. Y al momento se abrió de golpe. La madera estaba dilatada y el montante restregó las baldosas del suelo arrancándoles un chirrido doloroso y desgarrador.

—La casa Plotsky ha desaparecido. Y el jardín de los Plotsky. Todo, bloques de apartamentos. La vendieron por tres millones.

—¿Y Avram?

—Avram se marchó a América. Avinoam Plotsky se suicidó. —Saul atravesó el porche arrastrando los pies, las zapatillas abriéndose camino a través de las hojas secas y del polvo, parpadeando como una criatura subterránea no avezada al sol—. Es terrible matarse cuando se tienen tres millones —exclamó mientras escudriñaba la plaza como si buscara algo.

—Es terrible matarse cualquiera que sea la circunstancia —dije.

De pronto me sentí invadida por el remordimiento: el remordimiento provocado por tantos años de penosa demora, por una ausencia tan larga. Como si el simple hecho de haber venido alguna vez hubiera podido frenar el paso del tiempo, detener el avance, salvar incluso al pobre Plotsky, en cuyo jardín tropical, yo, niña de nueve años, había jugado a exploradora de la jungla. Ni una sola vez, en todos los años que había durado mi ausencia, había pensado en él. Y ahora había muerto.

Con aire ausente, ahora Saul empezaba a sondearse la oreja derecha con el dedo meñique, se la machacaba moviéndola para adelante y para atrás, examinaba el contenido que había extraído, sin dejar de mirar la plaza entre tanto. Parecía observar al desconocido del caftán, aunque lo que pudieran ser uno para el otro era algo que yo no imaginaba siquiera. Tal vez lo único que hacía era recordar. Mi tío solía permanecer aquí, en ese mismo sitio, cuando yo era niña y me observaba mientras yo jugaba a saltar sobre los neumáticos; luego, cuando entraba en casa, me daba una palmadita en la cabeza y me decía que yo era la reina de Inglaterra.

Se dio un golpecito en los labios —oí el ruido peculiar de los dientes postizos— y soltó un profundo suspiro.

—Cuéntame, pues, Shula. ¿Sigues de profesora?

—Sigo dando clases —le corregí—. De estudios bíblicos.

—¿Y aún cantas?

—¡Oh, no! Hace tiempo que no canto.

—¡Qué lástima! Cantabas tan bien...

Del mismo modo, Saul había desertado de su vocación. Hacía diez años que se había retirado de su oficio de maestro y que vivía en un apartamento de espantosa sordidez junto al mar de Galilea, cuyas tranquilas aguas lo habían tenido más de medio siglo mesmerizado. Y de todos los miembros de la familia, era él, quizá, quien más había amado esa casa. Ahora había descabalgado aquí como un caballero errante venido del norte para montar la guardia junto a sus oscuras paredes.

—Todos hacemos de maestros —observó de forma críptica—. Ninguno ha hecho lo que quería hacer. Bueno —añadió cambiando súbitamente de tono—, sé por qué has venido.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Por el códice —dijo, volviendo hacia casa arrastrando los pies.

Lo seguí. Parecía haber abdicado del aire distante que observaba poco antes; entonces, al volver a mirar la plaza, vi que el desconocido de los tirabuzones había desaparecido.