13

Cobby lleva media hora en el cuarto de baño. Fania da por tercera vez unos golpecitos en la puerta. A través del panel de cristal situado sobre la puerta se filtra la luz encendida del interior.

—Nu. ¿Qué pasa?

Un murmullo; un quejido. Se oye una voz débil:

—Yored li dam. Estoy sangrando.

—Pues déjame entrar.

Otro gemido, después silencio. Fania hace unos movimientos con la cabeza.

—Lo pone enfermo. Todo ese asunto de la Biblia... lo está poniendo enfermo.

El remordimiento me empuja a la sombra del dormitorio-estudio.

—Ojalá no hubiera encontrado esa cosa estúpida. Ojalá se hubiese quemado. No ha traído más que problemas a esa pobre familia.

A oscuras, me siento en la cama y no digo nada.

Pienso en el códice. Pienso en Gideon. Mi corazón es una oscura maraña de temores. Cargo con un secreto y no puedo decir nada.

¿Podré hacerlo? En ese momento me parece risible; ni siquiera puedo imaginarlo. Intento sonreír ante la idea, pero los labios no me responden. Debo reconocer que no es cosa de risa.

Dice Gideon que me pide lo que está bien, pero ¿cómo voy a saber qué está bien en ese país sin mapa, en ese galimatías de interrogantes, en ese misterio sin resolver? Siento mis instintos herrumbrosos; no he hecho otra cosa en toda mi vida que ir a lo seguro. Ahora voy a dar un paso al vacío, confiar en la fe, esperar que únicamente me guíe la voz de mi corazón.

Estoy sentada y me mantengo todo lo quieta que puedo; retengo el aliento. En la semioscuridad granulosa que me envuelve siento latir mi corazón. Tengo la impresión de que, si consigo concentrarme lo suficiente, surgirá la respuesta, como un nombre en la punta de la lengua o como la palabra oculta en un anagrama: un indicio que sobrevuela en los límites del campo visual, marginal, torturándome al escapar a mi visión. La pieza que falta en el rompecabezas. Pero no se me ocurre nada que pueda ser tan categórico. Lo único que me precipita hacia la acción es el corazón: yo, Shulamit, la que hace y siente tan poca cosa desde hace tanto tiempo.

Mi tío sale por fin del caluroso y exiguo cuarto de baño.

—No, no, no quiero yodo. —Oigo que protesta.