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No me casaré nunca, nunca tendré hijos. No sé muy bien cuándo ocurrió que esta sensación, vago indicio durante años, acabó por convertirse en certidumbre. Quizá la última vez que fui a ver a mi hermano.
Ahora Reuben Michael, que renació como Mike, vive en un lugar apartado. Un anónimo pueblecito inglés, habitado por técnicos de la información y gente que va y viene del trabajo: un pequeño hormiguero situado en el borde oeste de Londres, de donde parten y adonde vuelven todos los días ajetreadas colas de gente. Después de denodados esfuerzos, ha conseguido salir adelante. Vive en una casa grande y soleada con su esposa y su hija, una casa sin historia, construida especialmente para él en medio de un prado verde.
Para mí es un lugar extraño esa casa que mi hermano se ha hecho construir, con sus alfombras nuevas flamantes y sus baldosas de diseño, sin el memento de ninguna foto antigua: nada que tenga bordes gastados, nada que despierte asociaciones; en resumen, nada que pertenezca al pasado. Mi propio hermano es un hombre enteramente nuevo, con sus pantalones blancos holgados y su camisa de seda gris, con ese rastrojo de barba que le asoma en la mandíbula. Más viejo y más guapo aún, con más seguridad que nunca. Tiene una mujer rubia de ojos azules que me cae muy bien. Nos prepara jamón cocido y lo comemos un viernes por la noche; sentados alrededor de la mesa de arce, bebemos vino y hablamos de cosas serias.
—No entiendo cómo puedes hacer ese trabajo ridículo —dice—. ¿Puede saberse qué haces en tu torre de marfil?
Cuando menciono a la familia, se pone a la defensiva.
—En lo que a mí toca —dice—, soy la primera generación. No tengo referentes. Todo empieza conmigo.
Más tarde doy una mirada a la niña rubia de ojos azules que duerme a oscuras en su habitación. Tiene cara de ángel, ese curioso toque ultraterreno que tienen los niños dormidos. Me pregunto cómo será esa sobrina mía, esa cabeza sin historia que vive en una casa sin candelabros; me pregunto si ella se pregunta quién es. Es una niña feliz y privilegiada, tiene la habitación llena de juguetes: come bien, duerme profundamente; no como yo.
Fue ese día cuando supe que yo nunca tendría hijos. Porque para tener hijos hay que tener algo que transmitir. O esto o poseer el fervor del inicio. Yo no tenía ese fervor. ¿Cómo vas a transmitir algo si estás flotando en el vacío? Lo único que yo podría transmitir serían recuerdos y anhelos, la sensación de dislocación, una fuente de dolor.
Entiendo entonces parte de la diferencia existente entre Reuben y yo. Prefiero transmitir dolor que nada. Reuben prefiere no transmitir nada que dolor. Mi hermano se considera primera generación. Yo comprendí entonces que pertenezco a la última.