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En los cementerios judíos no se acostumbra a dejar flores en las tumbas, sino piedras. Nada de flores, los guijarros son los únicos testimonios de la visita.

Aquí, en la colina del Reposo, hay muchas tumbas, bloques blancos cubiertos de polvo con letras metálicas negras: vista a distancia, la ladera de la colina parece cubierta de ataúdes blancos. Las tumbas escalan la vertiente en forma de bancales; hay cercas bajas de espliego y romero. Y se baja de una a otra colina a través de blancos peldaños.

Las tumbas se alinean una al lado de otra a la sombra de una conífera; lo bastante cerca para hacerse compañía, pero separadas para siempre. Una relación parecida, quizás, a la que tuvieron en vida, reducidas a su rincón en medio de muchos desconocidos. Distanciadas e independientes: «Fue amable y cordial en vida»; serenas y tranquilas: «Y la muerte no los separó».

En los cementerios judíos no se acostumbra a dejar flores en las tumbas, sino piedras, para simbolizar cuán dura es la aceptación. Como si la lágrima, al salpicar oscuramente la tumba, se endureciera y se convirtiera en piedra, prenda de finalidad y aceptación. Y porque tengo el corazón duro, porque acepto, dejo dos piedras en las tumbas de mi padre y de mi madre, una por mí y otra por mi hermano.

Me quedo contemplando la vista. En la cumbre de las colinas la vanguardia de la torre impide invasiones. Aplasto un brote de romero contra el dedo pulgar y lo huelo.

Hay muchas piedras viejas en la tumba de mi padre, están mezcladas con restos de musgo y agujas de pino secas. Me pregunto quién las habrá dejado, cuándo, cuánto tiempo hace que están aquí, quién llora su ausencia.