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Aquí, en los arrabales de Mea Shearim, me detengo en la esquina de la calle cubierta de charcos, junto a una lóbrega tienda donde venden libros de oraciones, textos religiosos en relieve y ropa para el sabbat, expuesto todo debajo de celofán de color naranja, bajo un balcón herrumbroso y a punto de desplomarse que sobresale del tercer piso del antiquísimo edificio.

Hace mucho tiempo que mi padre me llevó hasta aquí para enseñarme el sitio donde se había caído una vez, según decían, cuando tenía cinco años: el lugar donde se quedó tumbado en el suelo mientras la sangre vital se perdía en la cuneta. Debajo de la oxidada barandilla, se agachó y me mostró una vez más aquella profunda cicatriz en forma de «S», el punto donde el hueso se fruncía y marcaba un permanente surco, brillante, de un tono blanco cremoso, que sugería, aún entonces, una terrible herida. Todavía recuerdo que yo, una niña a la sazón, pasé el dedo por aquel extraño tatuaje que vi como algo simbólico y hasta mágico: una señal que poseía un secreto poder, una «S» que significaba Shepher.

Tal vez, él también se preguntaba si existía algún simbolismo en aquel salvamento tan particular que había sido el suyo, si éste no sería en realidad el momento para el cual lo habían salvado: ningún milagro más grande que mostrar a su propia hija, un día, el lugar donde había estado a punto de morir y donde «lo habían resucitado».

Mi padre me enseñó a amar la lengua hebrea: el anteproyecto del universo en sus siete construcciones, una pizca del infinito en sus números, el humor y la poesía en sus derivaciones: dikduk, gramática; ledakdek, ser particular; dakdak, bueno como el maná en el páramo o como la tenue voz que hablaba en el desierto. Yo era una alumna voluntariosa. Si no escapaba a lomo de caballo como mi hermano, que lo atizaba a desesperados zurriagazos hacia la puesta del sol, tal vez era por estar lastrada por un tesoro demasiado grande: canciones infantiles yidis, retazos de anécdotas, chistes malos y dichos caseros: «Toirah ist die beste Schoirah: Aprender es el mejor negocio»; «Auf ein Goniff brennt der Hittel: El sombrero quema en la cabeza del ladrón». Un saco lleno de virutas y de cabos sueltos, fragmentos de tradiciones, migajas y piezas que no encajarían nunca: ninguna prenda entera, ningún vestido acabado, sólo restos del exilio, arrebatados y recogidos con una especie de desesperación. «Si crees en algo, no tiene por qué ser un sueño.»

Ahora soy libre de cribar todos estos fragmentos, cuyos colores no palidecen, sino que, por el contrario, van intensificándose con el paso del tiempo, tan vivos como las relucientes aceitunas que selecciono en el mercado cubierto. Ahora me arropo con mi abrigo multicolor. Sola y autónoma, cojo y elijo; me como la carne y escupo el hueso; estoy muy contenta. De algún lugar en medio de tantas caras y voces me llega aún su voz, todavía descubro atisbos del rostro de mi padre.