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Moisés se quejó a Dios. Y le dijo:
—El día más grande de mi vida fue aquel en que subí al monte Sinaí y recibí la Torá.
Dios dijo:
—Sin embargo...
Moisés prosiguió:
—¿Sabes cuál fue el peor día de mi vida? El día en que los hijos de Israel lucharon con los amalekitas en Refidim. Tuve que pasarme el día entero en la montaña con los brazos en alto. Si los tenía levantados, ganábamos, pero cuando los bajaba, perdíamos. —Hizo una pausa y continuó—: No pude unirme a la batalla. No pude hacer otra cosa que permanecer allí. No me diste energía suficiente para luchar, pero me hacías responsable de la muerte de mis soldados sin darme la fuerza necesaria para mantener los brazos levantados durante más tiempo.
Dios meditó un momento y dijo:
—Tenías a Aarón y a Hur para que te sostuvieran los brazos.
Moisés dijo:
—Fue el día más humillante de mi vida.
¿Por qué había afectado tanto ese episodio a Moisés? Pues porque le había revelado, en un microcosmos, la verdad sobre su existencia. No tenía ningún poder como individuo. Sólo era un instrumento del poder de Dios.
Su responsabilidad era grande, tan grande como su debilidad. En aquel momento, Moisés se sintió prisionero de la paradoja de su propio libre albedrío.
Todo está previsto, dicen los rabinos, pero se consiente la libertad de elección. Se guiará al hombre a través del camino que él quiera seguir.