17
Apoyo las dos manos en la pared baja que tengo delante, hago una profunda aspiración y contemplo el panorama de la ciudad.
—No es real —digo.
—Es irreal —concuerda conmigo Gideon.
También se vuelve a mirar y asimila la imagen: debajo mismo de nosotros, la profunda fisura del valle; ese racimo de casas de tejado plano que es Silwan. A la derecha, el monte de los Olivos. En la lejanía, a la izquierda, las murallas y la cúpula dorada de la Ciudad Antigua.
—Cuesta creer que estamos aquí.
Gideon se limita a hacer unos leves movimientos con la cabeza. Le rebosa el verde por los ojos, se le derrama por ellos: tal vez es excesiva la emoción que le procura la contemplación de esta visión, es incapaz de expresarla. Es grande lo que vemos, algo demasiado mítico y demasiado real al mismo tiempo; en suma, demasiado hermoso. Jerusalén resplandece como una beldad por la que han peleado los siglos.
Es un instante de plenitud, un momento de sentimientos compartidos: una camaradería profunda, tácita, ansiosa. Jerusalén se despliega ante nosotros en todo su esplendor, su indiferencia y su vulnerabilidad. Sólo colinas y una ciudad. Ninguna de las dos cosas puede expresar lo que significa Jerusalén para nosotros.
—Perdonen ustedes, no sé si les molesto —interfiere una voz que fractura nuestra alianza. Nos apartamos; Gideon mira al suelo—. ¿Tendrían la amabilidad de sacarnos una foto?
—Naturalmente —digo, cogiendo la cámara: unos breves momentos para la explicación del mecanismo; disparo a la mujer gorda y a su flaco marido recortados sobre el inmemorial telón de fondo que, pese a todo, todavía no se ha convertido totalmente en un cliché. Cuando me vuelvo hacia Gideon veo que se ha apartado y está a distancia. Me acerco a él, parece ensimismado, traza dibujos en el suelo con el dedo gordo del pie.
—Y bien —digo.
—Y bien —dice.
De pronto, ya no sentimos nada. La vista que contemplamos es una postal despojada de significado y de sentimiento. Una parada a la que un remolino de viento ha obligado en la ruta turística.
—¿Sí? —El tono de voz es indeciso.
—No sería capaz de hacerlo de la forma adecuada.
—No, claro.
—Ni siquiera sé si sería capaz de hacerlo cualquiera que sea la forma.
—No.
—Tampoco estoy segura de si quiero hacerlo.
Arroja una piedra que tenía en la mano, la lanza con fuerza contra el suelo; levanta una nubecilla de polvo. Me pregunto si lo habré molestado.
—Quizá no debas hacerlo.
—¿Sientes habérmelo pedido? —Sonrío un poco.
—Siento habértelo pedido. —Se aparta un poco—. ¿Estás contenta?
—Pues no lo sientas. Te creo. ¿Estás contento?
—No sé. —Hace una mueca—. Me preocupa.
Me echo a reír.
—A mí también me preocupa. Creo que podría estar empezando a perder la chaveta.
—¿La qué?
—Nada. No importa. Hay que tener en cuenta otras cosas. Mi familia, sin ir más lejos.
—No tienes que pensar en ella —me interrumpe Gideon—. No la traicionas.
—¿Ah, no?
—No —dice, convencido—. Todo lo contrario. —Me mira intensamente, directo a los ojos: su mirada y sus palabras encierran un significado que sólo ahora, vagamente, se me está aclarando.
—Tengo que precisar mis motivaciones —prosigo lentamente.
—¿Qué motivaciones?
—Como, por ejemplo —mi voz se hace más lenta aún, me sale ahogada; creo que acabará por fallarme del todo—, que yo lo hiciera por ti.
Todavía me está mirando y yo le devuelvo la mirada: en torno a nosotros ha descendido una gran quietud. Sobre las colinas y sobre la ciudad, sobre la tierra ha caído una capa de impenetrable, expectante silencio.
—Una motivación tan buena como otra cualquiera —dice Gideon.
Entonces me sonríe y me siento reconfortada. Es una sonrisa amable que me reconforta siempre. Como algo que conociera desde hace mucho tiempo: alguna cosa que por su familiaridad me parte el corazón. Confío plenamente en esa sonrisa y, sin embargo, me entran ganas de llorar. ¿Qué siente Gideon? Me lo pregunto. A siete pasos de distancia, me provoca temblores. Para mis deseos, podrían ser siete kilómetros.
Me estremezco; siento la necesidad urgente de restregarme los ojos, tengo la impresión de estar soñando.
—¿Qué? —pregunto.
—Si tengo que ser tu motivación, déjame que lo sea.
Entonces, como salido de la nada, surge el secreto: suavemente, como un copo de nieve al caer y ocupar su sitio, la pieza encaja donde debe encajar. Y sin embargo, no lo entiendo. Es algo en el rostro, algo en los ojos. Es la risa o son los gestos; es una tontería. Algo y nada. Uno frente a otro debajo de los cipreses.
—Sea lo que fuere lo que decidas, estoy en tus manos. Pero —su voz es tranquila, sin prisa alguna— recuerda que mi tiempo aquí es limitado, como el tuyo. No puedes quedarte indefinidamente a la espera, Shulamit.
No dice nada más; tampoco yo digo nada más. No hay nada más que decir; los dos, sin embargo, nos sentimos reacios a emprender nuestros caminos separados. Tendríamos que estrecharnos la mano, abrazarnos, tocarnos de alguna manera. Ninguna de estas cosas nos está permitida. Tendríamos que besarnos.
Como si se le hubiera agotado la paciencia de pronto, Gideon da media vuelta y desaparece entre los árboles.
Yo lo observo mientras se aleja; lo observo hasta que su figura es un borrón distante que se encamina decidido a ese lugar secreto del que ha emergido. Yo me vuelvo a mi vez y camino con torpes pasos hacia la carretera donde me espera el coche que ha de devolverme a la ciudad.