10

Saul dijo:

—Lo he visto rondando por aquí. Mirando la casa con ojos como platos.

—¿Qué quiere?

Se encogió de hombros.

—¡Yo qué sé! ¿Acaso me importa hablar con esa clase de gente?

Yo estaba regando las plantas muertas del porche. Era mi segundo día de estancia en Kiriat Shoshan y de momento había limpiado y aprovisionado el frigorífico, había hecho las camas con ropa limpia y había rehabilitado el cuarto de baño. El pasado ya se estaba haciendo mucho más familiar.

Desde el lugar estratégico del porche donde me encontraba podía ver al hombre, con sus negros tirabuzones y su caftán a rayas, atisbando debajo de un turbinto junto al arenero de los niños. Tenía aspecto de oriental, su rostro era pálido y oliváceo; sus ojos brillaban de forma intermitente en dirección a las ventanas cerradas con persianas. ¿Se figuraba, quizá, que no lo veíamos? ¿O quería llamar la atención, pero sin tomarse la molestia de acercarse? Lo miré furtivamente por encima de la regadera; nuestros ojos se encontraron. Los suyos me eran extrañamente familiares; me recorrieron de arriba abajo con mirada apreciativa, complacida, como si me conociera y supiera perfectamente quién era yo.

Aquello me desazonó bastante; en primer lugar, tenía la vaga idea de que a los hombres religiosos les estaba prohibido mirar a los ojos a las mujeres desconocidas (los cabellos y los brazos descubiertos, la cabeza llena de pensamientos pecaminosos, el estómago repleto de una mezcla de leche y carne), pero sabía también que aquella clase de mirada revelaba un propósito determinado, siniestro o de otra índole, y temía que, devolviéndosela, le abriera la puerta a sus intenciones. Esperaba que de un momento a otro cruzara la plaza.

El agua estaba rebosando el borde de la maceta con la planta seca y se derramaba en el suelo. Al volver a levantar los ojos, el hombre había desaparecido.

Ni rastro de él en la plaza ni en la calle, entre los vapuleados coches aparcados a lo largo de la acera. Corrí a observar el otro lado de la casa. Nadie, a no ser un gato vagabundo que tomaba el sol bajo los cipreses; pegó un salto, nervioso, al ver que me acercaba.

Más tarde, mientras picoteaba aceitunas negras de un cuenco en la cocina, Saul dijo de nuevo con ademán de duda:

—¿A ti qué te parece? Lo más probable es que vaya tras el códice.

—¿Qué vaya tras él? ¿Qué quieres decir?

Levantó los ojos con mirada malévola y se echó a reír. Nunca se reía de verdad, Saul; sólo soltaba una risita superficial, ácida, sardónica, que le salía de la parte de atrás de la garganta mientras me miraba de soslayo de una manera que me recordaba extrañamente al desconocido del caftán, como si supiera algo que no estaba dispuesto a compartir conmigo.

La noche anterior, en la penumbra del desolado salón, acompañado del crujido de hojas secas y del maullido de los gatos que merodeaban en la calle, me había dicho todo cuanto estaba dispuesto a decirme sobre aquel febril interés que se había apoderado de todos. Lo había descubierto él, esto por supuesto, lo cual no quería decir que fuera suyo por derecho propio. De todos modos, al descubridor debía corresponderle algo más, ¿o no? Tanto más exasperante, pues, que quisieran quitárselo de las manos, que su oficioso hermano lo hubiera puesto bajo protectora custodia.

—¡Ese Cobby! ¡Siempre haciendo lo que mandan los libros! —escupió Saul, contrariado.

Ahora languidecía en el archivo del Instituto Ben Or, donde sólo podía ser examinado con un permiso especial hasta que la familia decidiera qué se podía hacer con él. Pero entre tanto Cobby, con su proceder inocente, afable e irreflexivo, lo había ofrecido libremente y de balde a la nación, con lo que había conseguido soliviantar a los muertos y a los casi muertos, a los que estaban dormitando, a los enfurruñados y a los que no tenían un cuarto, es decir, a todo aquel antiguo leviatán que era el clan de los Shepher.

—Pero ¿qué es, exactamente, ese códice? ¿Cómo es?

—¿Cómo quieres que sea? Es una biblia..., un keter Torah. ¿Sabes qué es un keter Torah? Una corona de la Torá. Un ejemplar manuscrito.

—Sí —dije—. Claro que sé qué es un keter Torah. Pero ¿de dónde ha salido? ¿De dónde procede?

Saul hizo una mueca.

—¿Quién sabe? Debía de llevar años arriba. Tu abuelo no sabía de su existencia, eso tenlo por seguro.

Hizo un gesto vago que abarcaba toda la confusión que tenía a su alrededor, como si en algún lugar de la misma constara por escrito la procedencia del códice, de la misma manera que los fósiles se materializan a partir de inmensas capas de barros y rocas sedimentarias; y después encogió los hombros con aquel gesto hermético, defensivo, característico de la familia.

Había muchos secretos, pensaba yo mientras erraba por las glaciales estancias de la casa, tropezando aquí con cajas agazapadas, topando allí con montones de ropa, observando los espectrales fantasmas de muebles enfundados al lívido fulgor de bombillas de cuarenta vatios. Allí podía haber cualquier cosa: en aquellos caóticos vestigios estaba encerrada toda una historia. Y la historia era frágil, nadie mejor que yo sabía hasta qué punto era verdad. El antojo de un momento podía convertirla en cenizas.

Hacía veinte años que, después del entierro de mi madre, había vuelto a la casa que habíamos compartido durante los cinco últimos años de su vida y había clasificado todas sus pertenencias. Había despejado todos los estantes y había vaciado todos los armarios. Había rastreado los roperos y había eviscerado los cajones. No había dejado nada, no había quedado ni una mota.

Llamé a mi hermano y le pregunté si le interesaba algo. Su respuesta fue inequívoca:

—¿Cómo quieres que me importe toda esa basura?

Así pues, me dispuse a desembarazarme de todo. La ropa y los zapatos fueron destinados a beneficencia; el mobiliario y los objetos de adorno a la almoneda. Eliminé, objeto tras objeto, toda mi infancia. El pasado convertido en un montón de baratijas.

Después preparé una gran hoguera en el fondo del jardín. Arrojé a ella todo lo combustible.

Las postales y las fotografías se consumieron en pocos momentos. Recordatorios y recuerdos se desvanecieron en un instante. Una carta de mi abuelo, escrita con su caligrafía minúscula y retorcida, se quedó bailando entre el humo como una mariposa azul antes de desaparecer.

No era mi intención, en un primer momento, quemar todo aquello. Después, a medida que iban elevándose las llamas, se apoderó de mí una especie de arrebato de locura. Al fin y al cabo, ¿por qué guardar? El pasado sólo genera angustia. Mejor librarse de él. Fue una purga, una gran purificación. Sentí que mi corazón se aligeraba, se hacía leve como la ceniza.

Después de liquidar lo que quedaba, me trasladé a una ciudad lejana. Me fui a vivir a un edificio alto con una escalera empinada, un piso de paredes blancas y con pocos muebles; tenía una ventana que en días despejados y con la luz adecuada permitía ver una raya de plata azulada que era el mar.

Allí viví sola, aunque medio adosada a una serie de inadecuados y evanescentes amantes, mientras los libros que más me gustaban se iban amontonando a mi alrededor y amenazaban con derrumbarse sobre mi cabeza. Mi vida carecía de raíces y de ritos; engrosaba las filas de aquellos científicos que doblegan las Escrituras a través del análisis y, aunque las disecan amorosamente, no necesariamente consideran su contenido. En otro tiempo había observado las fiestas, pero ahora me causaban tristeza y revivían en mí recuerdos de infancia que eran fuente de dolor. El simple hecho de ver los cirios del sabbat me provocaba el llanto. En cuanto a las leyes y costumbres, ahora me parecían carentes de sentido; y mi evolución reflejaba la del filósofo Rosenzweig, que volvió poco a poco a las tradiciones de sus antepasados: cuando me preguntaban si había renunciado a alguna observancia particular, solía responder:

—Aún no.

Muchos años más tarde lamenté aquel acto arrebatado de mi juventud. Cogí las pocas cosas que habían escapado a las llamas —el prendedor de mi madre, una fotografía desperdigada, el reloj de mi padre— y las expuse con reverencia en la repisa de la chimenea. Pero la imagen de una mariposa azul de papel aparecía de vez en cuando en mis pensamientos y me atormentaba con unas palabras que se habían perdido para siempre.

Ahora había vuelto a la fuente, a la familia, a todo aquello frente a lo cual hacía tiempo que me había vuelto indiferente y en lo que había dejado de pensar, igual que había apartado de mí mi propio pasado y mi religión. Había regresado en el momento justo, a tiempo para agarrar por el rabo mi historia cuando ya culebreaba camino del olvido. Pasear por las habitaciones de la casa, irreales como en los sueños y, sin embargo, tan familiares, sólidas como siempre, pero presas ya del temblor que antecede a la disolución, era como despertar después de haber estado dormida mucho tiempo.

Aquella tarde nos sentamos uno enfrente del otro en el desamparado salón, Saul en la mecedora de mi tía, yo en el polvoriento diván; yo con mi libro y él con su radio. Mi tío dijo:

—Tu madre siempre estaba leyendo. Exactamente igual que tú. Siempre con un libro.

Siempre con una novela. En eso éramos iguales. Me pregunté si también ella sentiría, como yo ahora, ese gran extrañamiento, la imposibilidad de leer aquí, bajo el techo familiar. Las palabras se desenmarañaban; las descripciones de la campiña inglesa parecían inmensamente lejanas e irreales. Me volví a un lado, suspiré y dejé el libro en suspenso. Quería saber cosas, quería que Saul hablase. Quería la verdad, quería ver el códice. ¿Era la verdad el códice o sólo una versión de la misma? Delante de mí tenía sentado a mi tío, de carne y hueso. ¿Cómo arrancarle la historia que guardaba, el pasado que él representaba, todos los recuerdos que morirían con él?

Me incliné hacia delante con toda la avidez de la que pude hacer acopio; sorprendí el destello de sus gafas, su mirada evasiva.

Imaginé que le decía: «Dime, Saul. Dime de dónde vengo. Háblame del pasado».