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En un primer momento, Batsheva casi no lo reconoció debido a que había padecido la enfermedad conocida como habb-es-sene, que en aquella época hacía estragos en Siria y dejaba unas grandes manchas blancas en la cara a quienes la habían sufrido. Acribillado a preguntas, en lugar de responderle, sacó del hatillo un chal dorado de seda de Damasco. Envolvía en él un libro de máximas sabias que había traído para Isaac Raphaelovitch y un manojo de regaliz para sus hijos; después, mi bisabuelo se tendió en la cama detrás de la cortina y se quedó dormido.
Estaba agotado y más delgado que nunca. Su rostro, tan cambiado que apenas era reconocible, estaba consumido, surcado de arrugas. Como si hubiera atravesado desiertos y escalado montañas para volver finalmente, descontento y con los pies llagados, al mismo lugar del que había partido.
Durmió dieciséis horas. Cuando despertó, se sentó en la cocina y comió un cuenco de sopa. Poco a poco, sus hijos, que en un primer momento se sintieron intimidados por su aspecto, se fueron congregando a su alrededor; olvidando pronto su timidez, hablaron con él sobre las Diez Tribus Perdidas.
¿Había visto las tribus? Oh, sí, las había visto. ¿Dónde estaban, pues? Al otro lado del río Sambation. ¿Y dónde estaba el Sambation? Más allá de Babilonia. ¿Y dónde estaba Babilonia? Naturalmente, en Oriente.
Entonces sus hijos se le acercaron un poco más y le preguntaron qué había visto en la tierra de las tribus. Lo primero, dijo, fue que lo recibieron unos milagrosos jinetes en las orillas del río Sambation. Iban montados en caballos voladores, que lo levantaron en el aire y le permitieron pasar libremente a la otra orilla. Ya en la otra orilla, vio una inmensa llanura extensa como el mar, cubierta de campos de rosas, melones y pepinos, unas rosas doradas y unos pepinos tan grandes que parecían árboles. Cabalgaron tres días a través de viñedos de los que pendían gigantescos racimos. El polvo de los caminos era plata fina y estaban sembrados de alhajas a manera de piedras.
Al tercer día llegaron a una ciudad coronada de chapiteles y cúpulas y jardines, en medio de los cuales se levantaba un inmenso palacio. Allí, sus ocupantes le dieron la bienvenida y le lavaron los pies; le habían concedido audiencia con el Rey, que hablaba perfectamente el hebreo y era un hombre erudito y sabio, un descendiente de la tribu de Dan. Iba vestido con ropajes de seda púrpura y llevaba una corona con zafiros y diamantes engastados. Sus consejeros eran todos hombres muy ilustrados; dentro del palacio había una yeshiva real. Los alumnos eran jóvenes dotados de gran inteligencia y potencia física y que montaban caballos con nombre de rabinos famosos.
Sus hijos anhelaban saber más. Reb Shalom les contó que las tribus convivían en paz: que Reuben era hermano de Asher y Gad de Neftalí. Tenían las casas abiertas, sin cerraduras ni rejas, ya que el robo era desconocido y no se cometían fechorías. En el sabbat y en los días santos se encendía una luz tenue en la torre más alta del palacio: toda la ciudad quedaba iluminada y nadie tenía dificultades para encontrar el camino de ida a la casa de la oración ni de vuelta de la misma. Allí no había nada feo: hasta las mismas letrinas parecían palacios y las tenerías olían bien y no se conocía el miedo ni el peligro.
A través del corazón de la ciudad serpenteaba un río de agua purísima poblado de peces mágicos parlanchines, capaces de repetir los versículos de los salmos. Estaba prohibido comer aquellos peces, pese a que, de haberlo hecho, habrían transmitido especiales conocimientos. En un lugar apartado de la ciudad vivía un viejo que se había comido uno. A causa de aquel delito había sido condenado al ostracismo, si bien la gente seguía visitándolo porque deseaba encontrar la verdad.
—¿Qué le preguntaste tú? —quisieron saber sus hijos.
—Le pregunté que cuándo volverían las tribus a Sion.
—¿Y él qué te respondió?
—Dijo que pronto, pero que aún no.
Se había quedado un año entero en la ciudad estudiando las costumbres de las tribus, que eran por supuesto diferentes de las costumbres de los demás judíos, debido a haberse pasado más de dos mil años escondidas del resto del mundo. Y habría podido quedarse mucho más, toda una vida incluso, debatiendo sobre aquellas diferencias. Pero su sitio no estaba allí y no tardó en reconocer que había llegado para él el momento de partir. Una vez más, debía llevar a cabo la peligrosa travesía del Sambation. Todo aquel que lo cruzase una vez quedaría sanado de sus dolencias, pero si lo cruzaba por segunda vez, recaerían sobre él todos los males que el río se había llevado. Eso explicaba el cambio operado en él, y ésa era también la razón por la que el mulero hubiera optado por no seguir adelante.
Antes de emprender el regreso había recogido un puñado de piedras preciosas y se las había guardado en el bolsillo, pero también éstas, al cruzar el río, se habían transformado en simples piedras. Y se sacó del bolsillo un puñado de guijarros que mostró a los asombrados niños, aunque había empleado unos cuantos en la última parte del viaje para ahuyentar a los buitres que había encontrado de camino.
Sus hijos le rogaron que les contara más cosas, y así fue como les habló del viaje que había hecho hasta las montañas en el curso del cual había tenido que atravesar un río de plata y otro de oro; les habló de las raras y deliciosas frutas silvestres que crecían en los valles y de los pájaros de todos colores que volaban entre los árboles. El aire era tan puro que volvía jóvenes a los viejos. Había bailado debajo de las cascadas y se había bañado en charcas de aguas tranquilas.
Batsheva, que no se perdía palabra, hizo la observación de que, puesto que aquella tierra donde vivían las tribus era tan parecida al Paraíso, no era extraño que no volvieran a Jerusalén. Quizás, indicó, habría sido mejor que ellos fueran allí donde vivía aquella gente. Shalom Shepher ignoró sus palabras y prosiguió la conversación con sus hijos. De hecho, sería únicamente con sus hijos con quienes hablaría desde entonces sobre las Diez Tribus Perdidas. Sus relatos iban haciéndose cada vez más maravillosos y fantásticos, cada vez más cargados de magia, más elaborados. Las tribus se convirtieron en gigantes, el territorio donde estaban se hizo infinito; su rey era un segundo Salomón y tenía poderes sobrenaturales. Sus rabinos cabalgaban en cohortes de caballos alados, y el culto del sabbat era oficiado por Elías en persona.
Se hizo leyenda en Jerusalén: una de esas historias que entra en el acervo popular y se fosiliza en mito sin plantear dudas. Incluso los niños, al crecer y adquirir conocimientos, seguirían refiriéndose a mi bisabuelo, después de transcurrido mucho tiempo, llamándole: «Shalom-Shepher-el-que-viajó-hasta-donde-están-las-diez-tribus-perdidas».
Sin embargo, en los peldaños de un patio de la calle de la Cadena, se sentaba cierto mulero sefardita, hombre avezado a los caminos y con muchos viajes a la espalda, que mientras fumaba un narguile contaba una historia muy diferente. A veces aseguraba que se habían aventurado hasta Siria, donde mi bisabuelo había caído enfermo y había sido atendido por judíos amigos. A veces confesaba haber llegado hasta Damasco, donde Reb Shalom le había liquidado el resto del pago estipulado, y a partir de allí habían recorrido caminos separados. A veces confesaba que habían pasado todo el tiempo entre la guenizá y la casa de baños de Alepo; a veces declaraba que, lejos de ir allí donde estaban las tribus, uno y otro habían pasado aquellos dos años en una bruma hipnótica fumando un narguile en una azotea de Bagdad repleta de flores.
En cuanto a mi bisabuelo, solía frecuentar la casa estudio o permanecía encorvado sobre unos cuantos pergaminos en un rincón del salón, absorto en su trabajo, ignorando preguntas y solicitaciones. A menudo se le veía volviendo las páginas de algún texto sagrado, garrapateando los jeroglíficos de algún cálculo.
Batsheva, entre tanto, gestionaba el negocio de los encurtidos, que era el sustento de la familia, mientras que Isaac Raphaelovitch proseguía en su lucha para convertirse en un hombre instruido, hasta que llegó un día en que comió un pepino en vinagre que no estaba en condiciones y se contaminó de botulismo. El médico lo sangró con ventosas y lo purgó con sales; al tercer día, murió. Batsheva, entonces, se desprendió de todos los alambiques y tarros de encurtidos que tenía en la casa, vendió todos los dispositivos a un tratante y se dedicó, a partir de ese momento, al comercio de la harina. No volvió a preparar nunca un solo tarro de pepinillos en vinagre y se llevó a la tumba el secreto de su elaboración.
Fueron muchos los ciudadanos de Jerusalén que lamentaron el cierre del comercio de los pepinillos de la Casa de la Mano de la calle Habad.
Mi bisabuelo ya no volvió a abandonar Jerusalén después de aquella fecha. Exhausto al finalizar tan gran aventura, se mantuvo fiel a la Ciudad Santa. Con el paso de los años se le deterioró la vista, pero no por ello le retiraron el sobrenombre de «Ojos de Águila». Se sentaba en un rincón de la casa estudio, donde sus hijos, que ya habían crecido y eran padres a su vez, lo señalaban con el dedo a sus hijos diciéndoles que era «Shalom-Shepher-el-que-viajó-hasta-donde-están-las-diez-tribus-perdidas». Costaba de creer teniendo en cuenta que hacía cuarenta años que no se movía de la ciudad. A veces se le veía caminando muy lentamente cuesta arriba por el camino de Jaffa.
Y cuando aquellos jóvenes que habían sido niños le preguntaban: «¿Cuánto falta, Reb Shalom?», él contestaba siempre:
—Aún no.
Y cuando los viejos que habían sido jóvenes le preguntaban: «¿Cuánto falta?», él contestaba:
—No será en nuestra generación.
La piel de mi bisabuelo fue cobrando el viso amarillo del pergamino, su voz fue pareciéndose a la vibración de una telaraña; adquirió la apariencia de un rollo de la Torá muy baqueteado. Sentado en su rincón, trabajaba en los cálculos que le permitirían establecer la fecha exacta del fin del mundo.
Dicen que se acercó mucho a su objetivo. A pocos días de su muerte estuvo a punto de alcanzarlo. A lo mejor llegó a descubrir la fecha y quedó perdida entre sus papeles.
No lo sabremos nunca. Después de su muerte, sus papeles dispersos fueron a parar a una caja. Y la caja fue a parar a manos de mi abuelo, que la relegó al desván de la casa de Kiriat Shoshan. Hasta que subimos y la abrimos, permaneció setenta años en el mismo sitio. Más adelante, como nosotros no éramos versados en la ciencia de la numerología y no entendíamos qué significaban aquellas cifras, amontonamos todos los cálculos de Reb Shalom y los quemamos junto con la casa.