Bajo la prensa de madera
Mientras nos acercábamos a la Sandería, el viento se iba llenando del dulce olor del azúcar que había en las cubas. Había grandes capas, franjas y formas de azúcar endureciéndose al sol: azúcar rojo, azúcar dorado, azúcar gris, azúcar negro y silencioso, azúcar blanco, azúcar azul y azúcar marrón.
—El azúcar tiene muy buen aspecto —dijo Fred.
—Sí.
Saludé con la mano a Ed y a Mike, cuyo trabajo es mantener a los pájaros alejados del azúcar. Me devolvieron el saludo y uno de ellos se puso a perseguir un pájaro.
En la Sandería trabajan más o menos una docena de personas, y entramos. Había grandes fuegos bajo las dos cubas, y Peter echaba leña a uno de ellos. Se le veía acalorado y sudoroso, pero ése era su estado natural.
—¿Cómo va el azúcar? —pregunté.
—Muy bien —contestó—. Mucho azúcar. ¿Cómo van las cosas por yoMUERTE?
—Bien —respondí.
—¿Qué me han contado de Pauline y tú?
—Habladurías —dije.
Me gusta Pete. Hace años que somos amigos. Cuando yo era niño venía a la Sandería y ayudaba a alimentar los fuegos.
—Apuesto a que Margaret está furiosa —dijo—. He oído que está sufriendo mucho. Eso es lo que dice su hermano. Que está desconsolada.
—No sé nada de eso —dije.
—¿Para qué has venido? —preguntó.
—Sólo he venido a echar un trozo de leña al fuego —dije.
Cogí un gran nudo de pino y lo eché al fuego bajo una cuba.
—Igual que en los viejos tiempos —dijo.
El capataz salió de su despacho y se les acercó. Parecía un poco cansado.
—Hola, Edgar —saludé.
—Hola —dijo él—. ¿Cómo te va? Buenos días, Fred.
—Buenos días, jefe.
—¿Qué te trae por aquí? —quiso saber Edgar.
—Fred quiere enseñarme algo.
—¿Qué es, Fred? —dijo Edgar.
—Es algo privado, jefe.
—Ah. Bueno, pues enséñaselo.
—Lo haré, jefe.
—Siempre me alegra verte por aquí —me dijo Edgar.
—Pareces un poco cansado —dije.
—Sí, anoche me acosté tarde.
—Bueno, pues procura dormir esta noche —dije.
—Eso es lo que pienso hacer. En cuanto salga del trabajo me voy directamente a la cama. No creo ni que cene, picaré cualquier cosa.
—Te conviene dormir —dijo Fred.
—Supongo que será mejor que vuelva a la oficina —dijo Edgar—. Tengo un poco de papeleo. Te veo luego.
—Sí, adiós, Edgar.
El capataz volvió a su despacho, y acompañé a Fred hasta la prensa de madera. Ahí es donde fabricamos los tablones de sandía. Hoy fabricaban tablones dorados.
Fred es el ayudante del capataz, y el resto de la cuadrilla ya estaba allí, sacando las tablas.
—Buenos días —dijo la cuadrilla.
—Buenos días —dijo Fred—. Haremos esto en un momento.
Uno de los miembros de la cuadrilla apagó el interruptor y Fred me hizo acercarme mucho, nos pusimos a cuatro patas y gateamos bajo la prensa hasta que llegamos a un lugar muy oscuro, y entonces encendió una cerilla y me enseñó un murciélago que colgaba boca abajo de la estructura de la prensa.
—¿Qué te parece? —preguntó Fred.
—Sí —dije mirando el murciélago.
—Me lo encontré aquí hace un par de días. ¿No es lo más increíble que has visto? —preguntó.
—Si no lo es, no le falta mucho —dije.