yoMUERTE

Oscurecía ya cuando llegué a yoMUERTE. Los dos luceros del alba brillaban ahora el uno junto al otro. El más pequeño se había acercado al grande. Ahora estaban más cerca, casi tocándose, y luego se unirían y se convertirían en una estrella muy grande.

No sé si estas cosas son justas o no.

Había luces encendidas en yoMUERTE. Las contemplé mientras salía del bosque y descendía la colina. Se veían cálidas, invitantes y alegres.

Justo antes del llegar a yoMUERTE, la cosa cambió. yoMUERTE es así: siempre cambia. Es para bien. Subí los peldaños hasta el porche de delante, abrí la puerta y entré.

Crucé la sala de estar hasta la cocina. No había nadie, nadie sentado en los sofás paralelos al río. Es donde generalmente se reúne la gente en la sala, o se queda de pie entre los árboles que crecen junto a las grandes rocas, pero ahí tampoco había nadie. A lo largo del río, entre los árboles, brillaban muchos faroles. Era casi la hora de cenar.

Cuando llegué al otro lado de la sala, de la cocina me llegó un olor a algo bueno. Dejé la sala y seguí por el pasillo que va por debajo del río. Pude oír el río por encima de mí, brotando de la sala. El río sonaba bien.

El pasillo estaba perfectamente seco, y de la cocina me llegaba un olor a cosas buenas.

Casi todo el mundo estaba en la cocina: es decir, aquellos que comen en yoMUERTE. Charley y Fred hablaban de algo. Pauline estaba a punto de servir la cena. Todos estaban sentados. Pauline se alegró de verme.

—Hey, forastero —dijo.

—¿Qué hay para cenar? —pregunté.

—Estofado —contestó—. Del que a ti te gusta.

—Estupendo —dije.

Me dedicó una simpática sonrisa y me senté. Pauline llevaba un vestido nuevo y pude ver el agradable contorno de su cuerpo.

El vestido era escotado y vi la delicada curva de sus pechos. Me sentí muy complacido por todo. El vestido despedía un olor dulce porque estaba hecho de azúcar de sandía.

—¿Cómo va el libro? —preguntó Charley.

—Muy bien —dije—. Estupendamente.

—Espero que no trate de agujas de pino —dijo.

Pauline me sirvió primero. Me puso una enorme ración de estofado. Todo el mundo se dio cuenta de que me servía primero y del tamaño de la ración, y todos sonrieron, pues sabían lo que significaba, y les hacía felices lo que estaba ocurriendo.

A casi nadie le gustaba ya Margaret. Y casi todos pensaban que conspiraba con enHERVOR y esa banda suya, aunque no hubiera pruebas de ello.

—Este estofado está realmente bueno —dijo Fred. Se llevó una gran cucharada de estofado a la boca y casi la derramó por encima del mono—. Mmmm, qué bueno —repitió, y dijo en voz baja—: Mucho mejor que las zanahorias.

Al le oyó a medias. Durante un segundo le lanzó una severa mirada, pero como no acabó de entender lo que había dicho, se relajó y dijo:

—Ya lo creo que está bueno, Fred.

Pauline soltó una risa apagada, pues había oído el comentario de Fred, y yo la miré como diciendo: «No te rías demasiado fuerte, querida. Ya sabes cómo se pone Al cuando se habla de sus habilidades culinarias».

Pauline asintió con un gesto comprensivo.

—Siempre que no trate de agujas de pino —repitió Charley, aunque habían pasado unos buenos diez minutos desde la última vez que dijera algo, y también había sido algo acerca de las agujas de pino.