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Trokic se quitó las zapatillas y los calcetines. Bajo sus pies se extendía el suelo del bosque, mojado, glacial, enfangado y repleto de cosas que prefería no saber qué eran; pero así sentía mejor dónde pisaba y hacía menos ruido. Aun así, no podía evitar la sensación de que ahora él era la presa. Aquella loca no llegaría muy lejos en su estado, y, en cuanto se diera cuenta, se volvería contra él una última vez. Habituado ya a la oscuridad, distinguía los contornos de las cosas más grandes. Volvió a avivarse la cólera en su interior. De pronto vislumbró la pila de troncos que había algo más adelante y cortó en seco el paso que estaba dando. El susurro del bosque le envolvía, los árboles más pequeños se agitaban y las hojas se arremolinaban a su alrededor. Lentamente cruzó el sendero esperando el impacto de una bala que estaba seguro de que llegaría en cualquier instante. A cinco metros de los troncos vio la mano que sobresalía por debajo y con un par de saltos en zigzag llegó hasta ellos y se asomó. La encontró inmóvil, acurrucada, con las manos en el muslo, y por un momento creyó que estaba agonizando, pero de pronto se dio cuenta de que le observaba con el rostro descompuesto. Se apresuró a avanzar un paso más y a coger la pistola que ella había dejado para apretarse la herida. Los músculos de Trokic se estremecieron y sintió una bocanada de odio y náuseas al recordar el frío tacto de la piel de Jacob en las yemas de los dedos.

Los pies empezaban a quedársele insensibles.

—Levántate —ordenó.

Su voz, adquiría firmeza a medida que iba tomando forma su decisión. Sería defensa propia. Dos dolorosos disparos en el hígado; con toda la sangre que había perdido estaría muerta antes de que llegara la ambulancia. La mujer se puso en pie. Era poco más baja que él y, a pesar de su estado, seguía pareciendo ágil como un gato. El comisario empuñó de nuevo la pistola y apuntó hacia la mujer, pero entonces vaciló. No era asunto suyo, ya se ocuparía otro. Resopló con fuerza y, una vez recuperada la energía, se llevó la mano al bolsillo.

—No sé qué hora es, pero quedas detenida.

Se disponía a colocarle las esposas cuando, con un sonido gutural, Isa se abalanzó sobre él. Cuando su cuerpo le alcanzó como un peso muerto, se oyó una detonación y Trokic se desplomó de espaldas con ella encima. Sin pensárselo dos veces disparó el arma y una sangre que fluía densa y cálida le mojó los pantalones hasta empaparle. Apartó a Isa con un brusco empujón y se puso en pie. Seguía viva, movía una mano; pero ya no le daba miedo. No tenía nada más que hacer. Retrocedió unos pasos para recoger del suelo las esposas, se incorporó y se quedó contemplando cómo se le escapaba la vida a la mujer que tenía delante. Algo más allá, tras los árboles, seguían aullando las sirenas.