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No le había comentado nada acerca de su pelo ni de su ropa y se había creado un ambiente algo tenso y enrarecido entre los dos, como si acabase de separarles el espacio de una posibilidad.

—¿Qué estamos buscando exactamente? —preguntó Jacob una vez en el apartamento, que estaba en un cuarto piso y tenía vistas a casi toda la ciudad.

—No lo sé con precisión. Un disco que no hayáis visto con cosas de trabajo, material de investigación, informes, algo por el estilo.

Jacob echó un vistazo con una mueca.

—¿No tenía ordenador en casa? Joder, ¿cómo se puede vivir así?

—No, no hemos encontrado nada. Usaría el del psiquiátrico, al fin y al cabo trabajaba allí. Habrá que revisarlo todo otra vez.

Lisa sacó su portátil y lo encendió. El intercambio de mensajes entre los dos amigos había sido esporádico y, en ocasiones, intenso.

Esta mañana he vuelto a hacer la prueba de nado forzado. Fenomenal.

Estas ratas se salen. Tiene que haber algo que se me haya escapado.

Trabajo día y noche y he mandado a analizar una prueba de altromín.

Quizá estuviera equivocada y aquello no fuese más que una pérdida de tiempo. Por otra parte, tampoco tenían gran cosa y les convenía mirar hasta debajo de las piedras.

Su idea era ir a Copenhague a visitar a un empleado de Procticon pasado el mediodía. El viaje era largo, pero podían conducir por turnos y trabajar al mismo tiempo. Iba a ser un día agotador; después de la reunión con el hombre de Procticon, tendrían que emprender el camino de regreso bien entrada la tarde.

Se movían por la casa sistemáticamente y en silencio. Christoffer Holm no parecía tener demasiados dispositivos electrónicos, pero al fin dieron con una pequeña pila de CDs escondida en la estantería.

—Prueba con éstos —dijo Jacob tendiéndole el montón.

El breve contacto de sus manos bastó para sobresaltarla.

Se sentó e introdujo el primer disco en el lector del portátil.

—Aquí no hay nada —informó decepcionada tras revisarlos todos.

—Los peces están muertos —comentó él mientras abría los cajones del armario de caoba que sostenía el acuario—. O lo que quiera que sean esos tristes despojos que hay ahí al fondo. De pequeño tuve varios guppys negros, digamos que en cantidades variables. Los peces se comen unos a otros.

Sacó un cajón y miró detrás.

—Aquí no hay nada. Nada de nada.

—Vamos a pensar con lógica —propuso Lisa—. Supongamos que de verdad encontrara algo que fuese la leche. ¿A quién podía interesarle?

—Supongo que a la industria farmacéutica.

—Evidentemente. Y ¿a cuánta gente pudo habérselo contado? —continuó.

—A los más íntimos: la familia, la novia, quizá los amigos.

—¿Colegas?

—Puede, pero son potenciales competidores —apuntó él.

—Y ¿dónde guardar el material?

—¿En la caja de seguridad de un banco?

Lisa entornó los ojos.

—No era el tipo de hombre que tiene una caja en un banco, me da en la nariz. Necesitaba a alguien en quien confiase al cien por cien, un lugar donde él supiese que iba a estar en buenas manos.

—¿Anna Kiehl?

Intercambiaron una mirada y a Lisa empezó a correrle por la espalda un sudor frío.

—La hermana —susurró.

Jacob consultó el reloj.

—¿Nos dará tiempo?

—Podemos pasar un momento por su casa a la vuelta.

—Vale, vamos cagando leches a ver qué nos cuenta.