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La inspectora Lisa Kornelius había hecho un enorme montón en el suelo con toda la ropa sucia del viaje e iba desnuda de un lado a otro de la casa en busca de sus cigarrillos mientras escuchaba el buzón de voz del móvil. Trokic le explicaba con todo detalle las circunstancias de un caso que Agersund acababa de asignarle, así que desde ese mismo momento él era su contacto directo.

Había solicitado, o, más exactamente, había hecho todo tipo de maniobras para que la transfirieran a Homicidios y así perder de vista los numerosos asuntos relacionados con las nuevas tecnologías que tenía a su cargo —que incluían casos de pedofilia y pornografía infantil en Internet, materias en las que era toda una experta—, pero pensó que estar a las órdenes de Trokic le quitaba mucho encanto al cambio. Sus casos se habían cruzado en un par de ocasiones y lo cierto es que no se podía decir que el resultado hubiera sido para dar saltos de alegría. A pesar de que no escatimaba intentos de mostrarse amable, el comisario siempre se las apañaba para conseguir que se sintiera como una becaria aterrizada allí por pura casualidad, y ella creía que ni los cinco años de edad que los separaban ni, ya puestos, la experiencia del policía lo justificaban. Si de eso se trataba, probablemente había visto tanta mierda como él, sólo que de otra manera. El hecho de que tuviera raíces croatas, viviera solo y jamás comentase nada de lo que hacía fuera de su horario de trabajo sólo contribuía a enturbiar su imagen. En pocas palabras: tal y como estaban las cosas, Trokic ocupaba una posición relativamente baja en su lista de relaciones laborales preferidas.

Curioseaba en la pila de cartas que había sacado del buzón cuando sus manos se detuvieron en un sobre blanco de ventanilla.

—Por hoy ya está bien de sorpresas desagradables —se dijo, y dejó todo el montón en la encimera con un escalofrío.

Cuando al fin dio con un paquete de cigarrillos, recordó que se había hecho a sí misma la promesa de no fumar más en casa, pero terminó encendiendo uno a pesar de todo. Cogió un delicado quimono de seda que había en una silla, se lo ajustó en torno al esbelto cuerpo y abrió uno de los ventanucos de cuarterones para que entrase algo de aire en el angosto apartamento. Una neblina marmórea se extendía sobre el dédalo de tejados asimétricos de la ciudad, que parecía desierta, casi mansa. Habían asesinado a una mujer de su edad en el bosque y Trokic requería su presencia en la autopsia. Le dio una calada al cigarrillo e intentó prepararse para lo que la aguardaba a sabiendas de que sería imposible. Durante los estudios había asistido a dos autopsias, sí, pero tenía la sensación de que no serían nada comparadas con ésta.

—Avísame si tienes frío —le dijo al pájaro que había en la jaula de madera del rincón.

Era un guacamayo grande que respondía al nombre de Flossy Bent P., un vestigio del exnovio estudiante de español que la había abandonado por una expedición a pie por Suramérica. Había hecho lo imposible por deshacerse de aquel enorme pájaro rojo, sobre todo porque repetía «¡qué chachi!» —una de las frasecitas del ex— una cantidad infinita de veces a lo largo del día. Sin embargo, ya se había dado por vencida y admitía que, por lo visto, el animal estaba llamado a formar parte de su desbaratado hogar para el resto de sus días.

Oyó el mensaje una vez más, esta vez tomando notas en una libretita de piel. Finalmente, y tras toda una serie de saltos por encima de diversos objetos, se metió en el baño a darse una ducha rápida y refrescante antes de ponerse en camino hacia la comisaría. Según Trokic, la autopsia se llevaría a cabo lo antes posible y ella debía estar presente, tanto si le apetecía como si no.