10

Tenía el pelo claro aplastado por un lado y la cara un poco hinchada, como si acabara de salir de un sueño pesado y sudoroso. Se había saltado la primera ronda de testificaciones de la mañana y parecía decidido a saltarse también ésa. Su apartamento era una versión invertida del de Anna Kiehl, con vistas a las ventanas de la víctima —Lisa distinguía a los técnicos que continuaban afanándose en la casa de enfrente—, pero ahí acababa todo el parecido. La mesa del salón estaba cubierta de botellas de cerveza y licor, la habitación apestaba a alcohol y tabaco y, a juzgar por el olor y las colillas deshilachadas y totalmente consumidas del cenicero, algún que otro porro también se había sumado a una fiesta bien surtida de antemano.

El tipo rondaba los treinta y muchos y, según sus propias declaraciones, era empleado de una empresa de telecomunicaciones. A Lisa le dio la impresión de que debajo de aquella desastrada resaca dominical se ocultaba algo bastante atractivo. Trokic le explicó por qué se encontraban allí y la noticia pareció pillarle por sorpresa. No había puesto la radio ni la televisión.

—¿Qué tal la fiesta? —preguntó la inspectora en tono amistoso una vez sentados junto a una mesita redonda en la zona de la cocina.

—Salvaje.

—¿Cuántos eran?

—Estábamos mi hermano, Tony, y yo y un compañero suyo, Martin.

—¿Conoce bien a Anna Kiehl? —preguntó Trokic.

—La verdad es que no, no sabía cómo se llamaba hasta que no lo han dicho ahora, pero de vista sí, claro. Desde aquí se ve su casa y a veces me la encuentro sacando la basura o en los columpios con su hijo. De vez en cuando sale a correr.

—¿Pasaron aquí toda la tarde?

—Sí, y la noche. Tony y Martin no se han marchado hasta las cinco de la mañana. Estuvimos aquí todo el rato.

Sus ojos vacilaron un instante, sólo un guiño. Lisa contempló el acuario que había en la estantería a un par de metros de distancia.

Pequeñas tortuguitas se obstinaban en bracear de un lado a otro. Una de ellas la observaba atentamente desde una piedra.

—¿La vio ayer?

El empleado de la empresa de telecomunicaciones levantó la vista hacia el techo en lo que parecía una tentativa de poner en marcha un cerebro algo lento.

—Igual sí, creo que llegó con el niño por la tarde temprano. Bueno, la verdad es que eso igual fue el día antes, ahora me entra la duda. Pero ayer por la tarde, desde luego, estaba en casa. La vi desde aquí.

—¿A qué hora?

—En algún momento de la tarde.

Trokic intercambió una mirada con Lisa.

—¿No podría ser un poco más preciso? —insistió.

El tipo intentaba extraer datos de su agotada cabeza bajo una enorme presión.

—Fue… esto, ah no; fue cuando íbamos a preparar el café irlandés, porque la vi cuando empecé a montar la nata. Y el café nos lo tomamos después del partido. No me acuerdo de cuándo terminó, pero fue después de que cerrara el Brugsen, porque…

—Porque ¿qué?

—Nada. Creo que el partido terminó a las ocho y cuarto o a y media.

Sus ojos volvieron a vacilar.

—Antes me ha parecido entender que no había salido nadie de casa —dijo Trokic—, así que, ¿qué pinta el Brugsen en todo esto?

El tipo agachó un poco la cabeza.

—Mi hermano bajó a comprar nata.

—¿Y cuánto tiempo tardó?

—No lo sé, a lo mejor fue a la gasolinera.

—¿Tardó tanto como para coger el coche, ir a la gasolinera y volver?

—No me acuerdo.

—¿Y se acuerda de si la nata la compraron después del partido y no en el descanso?

—Debió de ser al final de la primera parte —murmuró—. No volvió hasta el descanso.

—Entonces, ¿cuánto tiempo cree que estuvo fuera?

—Una media hora. Pero yo no monté la nata hasta después del partido.

—¿Está seguro de eso? —intervino Lisa, y lanzando una mirada hacia la mesa rebosante añadió—: Quiero decir… ¿no podría haber visto antes a Anna Kiehl? ¿En un momento menos… digamos… alcohólico? Verá, no termina de encajar con la información que tenemos. Por lo que sabemos, salió a correr hacia las siete de la tarde y ya no volvió.

—Pues yo la vi —sostuvo de pronto como si su memoria estuviera regresando al hogar—. O por lo menos vi a alguien. La cocina estaba a oscuras y antes de encender la luz distinguí algo. Después ya no se veía nada por la ventana, fue sólo un momento… enfrente tenían la luz muy baja.

Trokic recordó lo que había dicho la vecina de arriba. O los vecinos de aquel inmueble andaban muy flojos de memoria o Anna Kiehl había salido a correr una segunda vez. En su opinión, no sonaba muy lógico.

—El hachís puede ocasionar problemas en la percepción del tiempo, sobre todo combinado con el alcohol y…

—Estoy completamente seguro —le interrumpió el tipo con terquedad, pero sin negar haber consumido drogas, cosa que, por otra parte, habría sido inútil a menos que pretendiera cargarles el muerto a sus invitados.

—Tomamos nota, está completamente seguro —dijo Lisa—. ¿Sabe de alguien que la conociera?

—No, sólo llevo aquí dos meses. Lo único que sé es lo que les he contado. ¿En serio que la han matado? —se estremeció.

Se frotó los brazos para quitarse los escalofríos.

—Aún no sabemos gran cosa —le esquivó Lisa—. Si recuerda algo, lo que sea, podría sernos de gran ayuda. Naturalmente, nos gustaría hablar con sus invitados.

—Mi hermano no tiene nada que ver con esto, sólo bajó a comprar nata.

Lisa frunció el ceño.

—Eso ya lo decidiremos nosotros. Denos sus nombres y sus direcciones.

—Desesperante —comentó Trokic al meterse en el coche al cabo de cinco minutos.

—La mujer vive en un bloque, pero resulta que la mitad de los vecinos habían salido el sábado por la tarde y la otra mitad no se acuerda de nada porque ha bebido —dijo Lisa.

—Mintió al decir que estuvieron en casa todo el rato. Si alguno de ellos salió, podría ser el hombre que vio la vecina.

—En cualquier caso, lo que hemos comprobado es que no se acordaba demasiado bien.

—Vamos a ver si el hermano tiene antecedentes —propuso el comisario mientras llamaba al oficial de guardia—. Y si al final resulta que bajó en la primera mitad del partido, podría coincidir con la hora a la que la mataron. Es posible que la viera salir de casa y la siguiera.

—Entonces será mejor que interroguemos al resto de los vecinos.

—Ya está hecho —contestó en tono apagado—. Nadie observó nada extraño, y como su apartamento es el que está más cerca del bosque, podía entrar y salir por el sendero sin que la viera prácticamente nadie.

Lisa echó un vistazo al reloj. Eran las nueve y cuarto y estaba agotada. ¿Qué creía ese hombre, que iban a ponerlo todo en claro allí, en plena noche? Estudió los insectos difuminados del parabrisas. Trokic colgó.

—Al hermano lo condenaron por violación hace cuatro años —dijo.

—¡Dios Santo! —exclamo ella.

—Vamos a hacerle una visita.

Enarcó las cejas.

—¿Ahora?

—¿Cuándo si no? Tú igual tienes una vida, pero yo no.

Trokic le sonrió por primera vez mientras daba marcha atrás.