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La menguante luz del atardecer se reflejaba en la orilla e iluminaba apenas el rostro de la mujer. Trokic intentó calcular el tiempo transcurrido desde su conversación con Lisa. Era consciente de que el ser que tenía delante había empezado a verse con el poder en sus manos, lo que daba paso a un juego en el que ni Goffman ni todos los teóricos de la interacción del mundo podían ayudarle en esos momentos; un juego en el que cualquier indicio de falta de carácter o engaño por su parte sería castigado.

—Tienes razón —admitió en un tono firme y decidido, pero con la dosis justa de resignación para ganar algo de tiempo—, pero Isa, necesito saber… para mí es lo primordial… ¿cómo conseguiste llevarle desde el área de descanso a la laguna con la distancia que hay?

Ella esbozó una sonrisa breve e inspirada, como si se encontrara frente a un alumno que acababa de plantearle una pregunta inteligente.

—Pero, Daniel, creía que te lo habrías figurado ahora que has visto la manta. Le arrastramos por el sendero.

—¿Le arrastrasteis? ¿Quiénes le arrastrasteis?

—Europa y yo. La verdad es que fue lo más difícil de todo, porque no paraba de gañir; no le gustaba el olor a sangre.

—¿Dónde está Europa, Isa?

—Al igual que yo, también ha emprendido un largo viaje. No podía acompañarme en el mío. Todos mis seres queridos mueren…

El comisario sintió que el bosque empezaba a desvanecerse a su alrededor. Llevaba largo rato de pie y sin moverse y empezaba a notar que le faltaba poco para perder el sentido. Ya no sabía si el zumbido que le envolvía lo causaba el viento o la furia enfermiza de la sangre que corría por sus venas. En un gesto mecánico, buscó apoyo a tientas en el árbol que tenía más a mano. Necesitaba distraer su atención, desarmarla.

—¡Si estás enfermo! —exclamó con la aliviada sorpresa de un niño al descubrir un animal herido—. Se me fue un poco la mano el día del apartamento.

Esas últimas palabras no eran sino una constatación más dirigida a ella misma que a él.

—Pero ya ves —añadió— que era necesario.

Guardó silencio. Por un instante la creyó perdida en su universo interior, pero luego reparó en la expresión concentrada de sus ojos. Estaba escuchando. Él también se esforzó por oír algo a través de aquel zumbido hermético finalmente penetrado por un débil sonido. De lo alto, muy por encima de sus cabezas, sobre la abrupta pendiente, llegaba el bendito ronroneo del motor de un coche que se acercaba.

—Parece —dijo Isa— que ha llegado la hora de despedirse.