7

—Se trata de una de las plantas más venenosas de la flora danesa —explicó Bach al tiempo que retiraba la sábana del cadáver para examinarlo—. Cicuta. Puede ser mortal. Poco corriente. Probablemente no habría habido si el verano no se hubiese alargado tanto, pero eso no es lo más curioso.

Trokic respiraba por la boca para evitar el olor del local. Nada más entrar en la sala de autopsias del Instituto de Medicina Forense, la náusea se había ido abriendo paso en su interior como un gusano turgente. Jamás se acostumbraría a ese lugar. El olor le traía recuerdos de cosas que deseaba olvidar, pero las imágenes siempre acababan regresando.

Los presentes eran el forense Torben Bach, uno de sus asistentes; un camillero; Lisa Kornelius y Daniel Trokic; el comisario jefe Agersund y un técnico de la policía judicial, Kurt Tønnies. A este último correspondía la tarea de fotografiarlo todo de principio a fin y custodiar todas las pruebas técnicas en forma de ropa, joyas y similares.

—Lo extraño es —continuó Bach— que el ramo que le esparcieron por encima es un ramo seco. La primera vez que lo vi me pareció que se había marchitado, pero no, está reseco, no queda una gota de jugo. Sencillamente, no estaba recién cortado.

—¿Seco? —preguntó el técnico—. ¿Y eso qué quiere decir?

—Quiero ser el primero en saberlo en cuanto lo averigüéis —le contestó el forense, con una sonrisa.

Midió el corte del cuello e hizo una anotación.

—Si no es un ramo cortado por la zona, como supusimos al principio, indica que estaba planeado —murmuró Agersund—. No se trata de una violación espontánea que se saliera de madre.

La estampa de la joven no resultaba menos terrorífica una vez lejos del bosque. La herida se abría negra en su garganta y Trokic observó que Lisa encogía los brazos con un ligero temblor. No quería perderla de vista por si acaso se mareaba, pero por el momento parecía aguantar bien.

—Lo más probable es que usara un cuchillito afilado de hoja estrecha, podéis verlo en este corte. En cualquier caso, tenéis que buscar un instrumento muy fino —continuó Bach mientras seguía con el dedo el corte de la garganta del cadáver—. Se trata de un tajo muy limpio que ha seccionado los nervios y las arterias… y muy profundo; lo cierto es que llega hasta la columna vertebral. Una persona diestra. Y le ha echado fuerza. O rabia.

Pasaron algo más de una hora observando cómo trabajaban aquellos hombres que de cuando en cuando hacían balance de la situación, en principio nada que no se hubiera descubierto ya durante la inspección ocular del cadáver en el lugar de los hechos. La muerte había tenido lugar el sábado por la tarde, probablemente entre las siete y las diez, como resultado de un corte mortal en la garganta y la consiguiente pérdida de sangre. No había signos de agresión sexual más allá del esperma. Anna Kiehl tenía veintisiete años, medía cerca de un metro setenta, llevaba una melena corta y era de constitución normal. Trokic reparó en que se había hecho un piercing en el ombligo y tenía un buen número de lunares. La piel había adquirido un tono muy poco natural y acababan de extraerle las vísceras.

—¿Y no opuso resistencia? —se interesó.

El forense no contestó, se quedó inmóvil.

—Estaba embarazada —dijo al fin.

—¿De cuánto? —preguntó Lisa contemplando con renovado espanto lo que aquel hombre sostenía en la mano.

—Hmm… deja que lo mida. Yo diría que de diez semanas. A simple vista, un feto desarrollado con total normalidad.

—¡Daniel! —tronó Agersund—. ¿Novios, exnovios, amantes, pretendientes?

Trokic movió la cabeza a un lado y a otro.

—No que sepamos, de momento. Pero, después de esto, está claro que es nuestra prioridad número uno.

El camillero de Bach se llevó el feto; había que efectuar pruebas de ADN con vistas a una posible identificación del padre.

Trokic sintió alivio al verlo desaparecer.

—Cicuta, un mensaje algo singular de nuestro asesino —señaló el forense.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lisa.

—Si no recuerdo del todo mal, la cicuta produce calambres, vómitos, dolor de estómago y un largo sinfín de molestias más. No se requiere mucha cantidad para paralizar la respiración hasta la muerte, pero se ve que ésta sólo era de adorno.

—Sócrates fue condenado a beber cicuta por no creer en los dioses del Estado —intervino Tønnies—, decían que corrompía a la juventud. ¿Puede tener algún tipo de relación?

—Interesante —comentó Agersund—, no puede ser casualidad. No quiero que ni una coma de lo hablado aquí llegue a los medios. ¿Estamos?

—¿Para cuándo tendremos un informe? —le interrumpió Trokic.

Le estaban entrando sudores fríos y le costaba concentrarse. La muerta desprendía ya un fuerte olor dulzón.

—En cuanto tenga el resultado de las pruebas —contestó Bach—. ¿Quieres escribir aquí, por favor?

Le tendió dos probetas y un rotulador, como si pretendiera darle algo palpable en que pensar. Una táctica diplomática.

Después se quitó los guantes, se volvió hacia el lavabo y empezó a lavarse las manos con movimientos que obedecían a una rutina mecánica.

Varios de los presentes intercambiaron miradas en busca de respuestas. Las preguntas nunca formuladas quedaron suspendidas en el aire por encima del cadáver de la joven.

—Vamos a cogerle, joder —concluyó Agersund.