11

A juzgar por el vecindario, resultaba evidente que a Tony la vida le había tratado peor que a su hermano, y no cabía la menor duda de quién había conseguido los porros de la víspera. Se encontraban en la parte menos favorecida de la ciudad, en un edificio viejo con un portal que apestaba a hachís. Tras su tercera llamada al timbre, una pelirroja con un maquillaje verdoso desdibujado asomó la cabeza por la puerta de al lado. Los ojos le bailaban como si acabara de chutarse y hablaba con voz lenta.

—Joder, qué escándalo armáis. ¿Es que no sabéis qué hora es? Algunos intentamos ver la tele, hostias.

—Queremos hablar con su vecino.

—¿Qué ha hecho ahora ese payaso?

En el preciso instante en que Tony Hansen abrió la puerta, ella cerró la suya con un portazo.

El hecho de que un hombre como el que tenían delante hubiera ido a comprar nata constituía un delito de por sí, no cabía duda. Las probabilidades de que esa barba de tres días, esos ojos enrojecidos y esa camiseta sucia pudieran alcanzar en un momento dado un mínimo de sobriedad capaz de llevar a buen puerto cualquier tipo de vehículo le parecieron a Lisa bastante escasas, y una vez que el individuo abrió la puerta y, vacilando, les franqueó el paso a su pequeño y apestoso apartamento con gesto avergonzado, vio que a Trokic se le fruncía el ceño. El comisario le explicó en pocas palabras qué les llevaba por allí y, sin esperar a que le invitaran, tomó asiento en una silla a punto de desmoronarse. Costaba ver que ese hermano, con los movimientos y los gestos de un anciano, aún no había cumplido los treinta.

—Nos gustaría saber dónde estuviste ayer entre las seis de la tarde y las doce de la noche —le abordó.

—¿De qué va esto?

—Creo que ya lo sabes. Hemos encontrado a una joven asesinada no muy lejos del lugar donde dicen que estabas.

Tony parpadeó.

—Estuve en casa de mi hermano.

—¿Toda la tarde y toda la noche?

—Sí. Viendo el partido.

—Aja. ¿Y ninguno de los tres salió en ningún momento?

—No.

—¿Seguro? Yo creo que estás mintiendo. Y, la verdad, a estas horas de la noche no me apetecen estas cosas.

Tony Hansen se sentó en un sofá manchado y lió con destreza un cigarrillo sobre la mesa. Los dedos, teñidos de nicotina, le temblaban. Lisa, libreta en mano, era la única que permanecía en pie.

—Sí, estoy seguro.

—¿Y eso de que fuiste a comprar nata en el coche de tu hermano?

Pausa tensa.

—Ah, claro.

—¿Y sobre qué hora sería?

—No me acuerdo.

—Si cogiste el coche, es que no habrías bebido nada antes, ¿no? —preguntó—. Así que la memoria debería funcionarte sin problema. ¿Fue antes, durante o después del partido?

—Durante, en la primera parte.

—¿Y qué hiciste, aparte de lo de la nata?

—Nada.

—Supongamos que fuiste a la gasolinera a comprar nata. En ese caso deberías haber estado de vuelta en diez minutos y tu hermano dice que tardaste al menos media hora.

—No les quedaba, tuve que ir al 7-Eleven del centro.

Otra pausa. Trokic suspiró y clavó la mirada en un par de zapatillas agujereadas que había a un metro de distancia. Recogió una, miró debajo de la plantilla y volvió a tirarla.

—¿No seguiste a una chica al bosque?

—No, joder, claro que no. Yo nunca le he hecho nada a nadie, ni siquiera aquello por lo que me condenaron.

—Lo vamos a comprobar —le advirtió; después recorrió con la mirada el mísero apartamento—. ¿A qué te dedicas, Tony?

—A nada.

—¿No trabajas?

—Cobro una pensión de invalidez. Tengo mal la espalda, me hice daño cuando trabajaba para el ferrocarril y ya no puedo hacer nada mucho rato seguido.

—Así que te pasas el día en casa echando algún que otro traguito, ¿no?

—Se podría decir que sí.

—Supongo que en tu situación no es fácil salir y conocer chicas, ¿no?

—¿Qué está insinuando? Tengo todo lo que necesito, pregúntele a la de al lado, que se muere de ganas.

El comisario se levantó a regañadientes.

—Vamos a comprobar lo de tu nata y, si tu historia no encaja, vuelves de cabeza al trullo.

—Está mintiendo —dijo Lisa al volver a salir al aire fresco.

—Sí, a mí también me da esa sensación, y, sin embargo…

—Fijo. La cuestión es por qué. Tuvo tiempo de sobra para seguir a Anna hasta el bosque, intentar algo con ella y luego matarla. ¿Deberíamos habérnoslo llevado?

—Ahora no —contestó Trokic—. Yo no estoy tan seguro. Tenemos que averiguar qué da tiempo a hacer en ese rato.

—No tiene por qué tardarse mucho —insistió ella.

Su jefe se mordió el labio y entrechocó las bolitas de mármol que llevaba en los vaqueros.

—Hmm. Corriendo se tarda por lo menos diez minutos en llegar al sitio donde la encontraron —calculó—, así que tendría que haber ido de otra manera. Y luego están las flores secas encima del cadáver. ¿De dónde las sacó?

—Eso no significa que tengamos que echarlo todo por la borda. Cualquiera podría haberlas dejado allí a modo de gesto, la gente hace cosas muy raras.

—¿Y la sangre? —continuó Trokic— ¿Consiguió no mancharse? Lo dudo. Y eso le habría obligado a cambiarse de ropa.

Lisa lo rumió unos instantes.

—¿Estamos de acuerdo en que miente? —preguntó.

—Sí —admitió él.

—¿Y por qué mentir?

—Buena pregunta. Vamos a comprobarlo. Enviaré gente a la gasolinera y al 7-Eleven. Si no fue al centro, es que miente y entonces va a tener un problema.