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Lisa poco menos que volaba los pocos metros que la separaban de los dos hombres inertes cuando oyó unas sirenas a lo lejos. Los refuerzos. ¿Quizá también la ambulancia? Una sola mirada le bastó para comprender que los siguientes minutos serían decisivos para Jacob. Ahogando un sollozo fue a ocuparse de Trokic, que gimió débilmente al sentir su contacto y después se sentó.

—No me ha dado en órganos vitales, saldré de ésta —dijo con los dientes apretados—. No podemos dejar que escape así. Es la única solución, tengo que subir. Tú quédate con Jacob.

De pronto, Lisa oyó el apagado sonido de un motor que arrancaba. Mientras sentía que se le escapaban las fuerzas al pensar en Jacob, vio cómo la cólera se iba apoderando de Trokic, que rebuscaba por el suelo, jadeante.

—¿Las llaves de mi coche?

—Aquí están —dijo ella; y mientras se las tendía añadió—: Creo que tiene un Toyota azul.

—Llama y pide refuerzos que vayan a cortar la salida al final del bosque si es posible.

Asintió mientras le veía subir la escalera envuelto en una oleada de energía.

Se subió al Peugeot como una exhalación, metió furibundo la primera y salió del aparcamiento como alma que lleva el diablo envuelto en una nube pardusca de agua y tierra. El coche volaba.

Había un trayecto de siete minutos de allí a la ciudad, con un poco de suerte alguna de las patrullas lograría interceptarla al otro lado.

Pisó más a fondo el acelerador. El camino era sinuoso y la lluvia seguía tapando los cristales a pesar de que el limpiaparabrisas funcionaba a plena potencia. Llevaba recorrida una tercera parte del bosque cuando redujo la velocidad y se echó a un lado. La febril carrera había quemado la peor parte de su furia y su lado racional volvió a asumir el control. Isa no se atrevería a ir hasta la ciudad, huiría de los espacios abiertos, de posibles barreras. Miró por el retrovisor. ¿Cuántos desvíos y áreas de descanso había dejado atrás? Tres, como mucho. Sin pensárselo dos veces, dio la vuelta al Peugeot en tan reducido espacio y retrocedió por Ørnereden, más despacio esta vez y sin dejar de escrutar el negro bosque por las ventanillas bajadas en busca del coche prófugo. Sus esperanzas se desvanecían a medida que transcurrían los segundos que aumentaban la ventaja de Isa. Pasó una pequeña vía de acceso al bosque, pero estaba cortada por una barrera y no había señales del coche azul. Sentía mareos y un dolor muy intenso en la herida, pero al menos sangraba poco.

Empezó a dudar. Si Isa, a pesar de todo, había ido a la ciudad, podía haberse desviado hacia el suroeste por la primera calle para desaparecer en la nada nocturna de coches y, con un poco de suerte, estar ya alejándose. Y una vez se deshiciera del coche, podría esfumarse entre la multitud. Recordó el pálido rostro de Jacob y una punzada de dolor le taladró el estómago. Pasó el siguiente desvío a mano derecha; también cortado por una barrera. ¿Cuánto faltaba? ¿Otro tanto? De repente frenó en seco. Por un instante le pareció ver un destello azulado. ¿Sería sólo una señal de tráfico? Dio marcha atrás, regresó lentamente hasta el desvío y acechó en la oscuridad. Entonces lo vio. El camino se bifurcaba algo más adelante, un sendero salía del otro. Entró y giró hacia la izquierda, pero no avanzó más que unos metros.

—Mierda —rezongó.

El coche se había atascado en un gran charco de fango y hojas medio podridas. Dos ruidosos intentos y una nube tóxica de gasolina después, estaba convencido: jamás saldría de allí. Giró la llave en el contacto para parar el coche y apagó todas las luces. En ese mismo instante pasaron a toda velocidad por el camino principal dos coches patrulla seguidos de cerca por una ambulancia.

Todo estaba oscuro como boca de lobo. Al abrir la puerta, una pequeña catarata se coló en el coche, pero logró salir y vislumbrar a duras penas la senda que se abría ante él. Unos cincuenta metros más adelante estaba el Toyota azul. Se arrodilló en un gesto mecánico, pero ya antes de llegar hasta él sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad lo bastante para permitirle ver que estaba vacío. Miró hacia delante estremeciéndose. No conocía el bosque, tan sólo tenía una vaga idea de en qué dirección continuaba el sendero, y lo más probable era que Isa, en cambio, se supiese al dedillo cada curva, cada rama. Seguramente habría encontrado algún camino vecinal que la llevara a la ciudad y ya estaría en el quinto pino. Por un momento no se atrevió a abrir la puerta del coche abandonado por si le había oído llegar. Al poner la mano en la manilla, notó algo pegajoso por debajo; cuando abrió y se encendió el piloto, vio una mancha rojiza en el asiento del conductor, junto al cambio de marchas.

—Así que Lisa ha hecho diana —murmuró satisfecho de sí mismo.