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Lisa, despierta, contemplaba al hombre que dormía junto a ella envuelto en los suaves rayos de la luz de la mañana. Hacía mucho que no tenía a un hombre en la cama; había vivido años de tanteos sin rostro en lechos extraños, pero siempre se había esfumado antes de que despuntara la luz del nuevo día, por lo general sin dejar dato alguno de contacto. El modo más seguro de evitar rechazos. Este ejemplar desprendía su calor por los edredones y le impregnaba el cuerpo con su aroma, y por un momento se preguntó si habría encontrado al de verdad.
Jacob había localizado el informe del caso del oficial ahogado, pero la conversación con Hanishka había pasado a un primer plano. Habían ido juntos a casa sin que ninguno de los dos lograra conciliar el sueño, acelerados ambos por las muchas horas de trabajo e incapaces de relajarse, y habían acabado amándose con una intensidad que había detenido el tiempo.
Apagó el despertador que había junto a la cama para que no empezase a sonar y se levantó. Jacob murmuró en sueños, satisfecho. Se planteó la posibilidad de preparar un desayuno a base de salchichas, huevos revueltos y gruesas lonchas de beicon, pero no había tiempo; tendrían que arreglarse con algo rápido por el camino. Le dejó dormir un cuarto de hora más mientras ella leía el informe de la desaparición del padre de Isa Nielsen.
La lechuga del sandwich que acabó sustituyendo al desayuno no era precisamente la más vivaracha que Lisa había conocido y los tomates, harinosos, habían reblandecido el pan por dentro, un asunto de lo más correoso. Jacob conducía siguiendo sus indicaciones con destreza por las calles de la ciudad en dirección a la guarida de la secta. Habían vuelto a llamar a casa de Trokic, pero sin éxito, y cada vez que marcaba el número del móvil seguía saltando automáticamente el buzón de voz. A duras penas contenía la impaciencia ante la idea de contarle todo lo que habían averiguado. Preocupada, frunció el ceño; quizá vagara solo por ahí, algo para lo que desde luego no estaba en condiciones en su maltrecho estado. ¿Le habría sucedido algo? Para colmo, por teléfono Agersund se había quedado con la impresión de que sabía dónde estaba y no quería decírselo, cosa que la irritaba enormemente.
—Ve por ahí.
Señaló en línea recta en dirección a Dalgas Avenue sin despegarse el teléfono de la oreja; en ese mismo instante contestaron.
—Por su voz yo diría que es usted muy joven —comentó el teniente una vez hechas las presentaciones y pedidas las disculpas de rigor por llamar a una hora tan temprana.
Oía un ruido de fondo como de platos. ¿El desayuno?
—La voz engaña —le contestó sonriéndose.
—Yo estoy jubilado ya.
—Lo suponía. Estamos buscando información acerca de un oficial a sus órdenes que desapareció hará diecisiete años, Konrad Nielsen. Aparece usted citado en los documentos del caso.
—Recuerdo a Nielsen perfectamente, sirvió con nosotros en Vordingborg durante más de diez años. Teníamos muchas cosas en común, él también era aficionado a la pesca.
Imaginó la nítida sonrisa del teniente al otro lado de la línea.
—Le dedicábamos casi todo nuestro tiempo libre, de modo que con el paso de los años llegó a unirnos una buena amistad. Se lo tomaba muy en serio y se hizo su propia barca, de fibra de cristal; luego la pintó de azul. No es que fuera muy bonita, pero estaba orgullosísimo de ella. La sacamos a no pocas travesías, sí, y seguimos en contacto una vez que le trasladaron a Jutlandia.
—¿Cuándo?
—¿Que cuándo le trasladaron? A finales de los setenta. Fue uno de los peores inviernos que tuvimos, un invierno muy frío. Lo recuerdo porque pasamos juntos la Nochevieja poco antes de que se fuera. Él, su mujer, la mía, que en paz descanse, y yo. Esa noche discutieron y nosotros nos marchamos. Nunca he llegado a entender esa afición de la gente a airear su relación delante de los demás, fue bastante violento.
—¿Qué pasó exactamente? —preguntó Lisa.
—Ya no me acuerdo.
—Aparte de eso, ¿qué clase de hombre era?
—Un tipo estructurado y… muy disciplinado, buenas cualidades para alguien que quiere hacer carrera en el ejército. Un hombre sobrio. Conoció a su mujer en Londres siendo muy joven, durante un período que pasó allí trabajando. Ella servía en casa de un mayor británico, uno de los amigos de Konrad. Después siguieron yendo todos los veranos.
—¿Y la hija?
—¿Qué pasa con la hija?
—¿Cómo era?
—No la veíamos mucho, solía quedarse en su habitación cuando íbamos de visita.
—¿Hablaba de ella?
—No, no acostumbraba a hablar de su familia, si acaso algún comentario; pero tengo entendido que la adoraba.
Lisa apoyó la mano en el muslo de Jacob, que iba sentado a su lado.
—¿Percibió algún cambio en su actitud el año que desapareció?
—No, pero la verdad es que ya no nos veíamos mucho. Luego empezaron a correr rumores de que se había suicidado.
—¿Usted qué piensa?
—Es inconcebible —gruñó el teniente.
—¿Qué cree que ocurrió?
—Yo creo que aquel día sacó el bote, pisó donde no debía y acabó en el agua con una bonita melopea. Al fin y al cabo no fue una mala muerte para él; estaba en su elemento.
—¿Salía a pescar solo?
—No, por lo general iba con algún compañero o con la hija, pero se ve que ese día no. Eso es todo lo que sé, no volví a hablar con su familia, así que mucho me temo que no puedo decirle nada más.
Lisa le agradeció su ayuda en el mismo momento en que Jacob aparcaba encima del bordillo frente al desvencijado chalé.