19
Habían metido a una persona más a presión en el despacho y Jasper tuvo que sentarse en el suelo para que cupieran todos. Por primera vez desde que trabajaban juntos, Lisa vio una enorme sonrisa dibujada en el rostro de Trokic; acababa de descubrir a un agente algo más joven, de unos treinta y tantos años. Supuso que sería de la Móvil.
—Zdravo! ¡Jacob! —exclamó dejando el informe de la autopsia encima de la mesa—. Hacía meses que no pasabas por aquí. ¿Cuándo fue la última vez?
El inspector Jacob Hvid, aquel hombre de pelo rubio y aspecto reservado, quizá hasta tímido, se acercó a darle una amistosa palmadita en el hombro. Llevaba unos vaqueros claros y una sudadera blanca con capucha y el número doce por la parte delantera. Moda urbana.
—Agersund me ha mandado llamar. Hará ya tres o cuatro meses de la última vez, pero supongo que no te acuerdas muy bien porque tratas de borrar de tu memoria la paliza que te pegué al ajedrez.
Su nuevo hombre había dedicado toda la mañana a familiarizarse con los documentos del caso, repasar los detalles con Jasper y los técnicos y visitar la escena del crimen.
—Imagino que ya habréis considerado que podría tratarse de algo ritual —apuntó—. El bosque, la cicuta, la posición del cadáver. Un lugar muy bonito. Este país está plagado de chiflados, satanistas y vete tú a saber cuántos estilos de vida alternativos más.
Se inclinó hacia delante.
—La primavera pasada le hicimos una visita a la policía de Gotemburgo… ellos también tuvieron un crimen de lo más curioso. Al asesino lo cogieron en junio, un psicópata de cuidado. Había ofrecido a la mujer en sacrificio a Idhunn… ya sabéis, la diosa de la juventud de la mitología nórdica. Aparte de abrirla en canal, le metió una manzana en la boca para darle la eterna juventud. Y encima el tío decía que le había hecho un favor…
—No es que no esté de acuerdo contigo —intervino Lisa con una sonrisa cauta—, pero conviene tener presente que todo ese simbolismo podría no ser más que una cortina de humo para ocultar un móvil más banal. Y tenemos un sospechoso que ha estado condenado por…
—¿Tenemos bajo control lo del ritual? —la interrumpió Agersund mirando a Trokic—. ¿Y habéis comprobado todas las posibilidades de psiquiátricos, libertad condicional, etcétera?
—Danos más efectivos y lo mismo hasta aprendemos a volar —contestó él poniéndose a la defensiva—. Lo que sí hemos encontrado es un papel en su agenda con un símbolo que podría estar relacionado con alguna religión. Desde ese punto de vista sí, podría tratarse de algo ritual, pero es difícil. La víctima estudiaba sociedades tribales del interior de África. Vamos, que puede ser cualquier cosa. En mi opinión, lo de Christoffer Holm resulta mucho más evidente.
—Déjame echarle una ojeada —dijo Jacob— que igual lo he visto antes. Conozco casi todos los nuevos movimientos religiosos de aquí a la frontera.
—Me ocuparé de que tengas una copia —aseguró el comisario.
Le dio una palmada en el hombro. Lisa era incapaz de apartar la vista. Por un instante había vislumbrado un aspecto completamente nuevo de su jefe: su inmensa alegría.
—Me alegro de verte.
Jacob sonrió.
—Lo mismo digo.
Trokic anotó varios puntos en la pizarra y, a partir de los informes del forense y los técnicos, fueron plasmando lo que sabían de la vida de Anna y lo que había hecho en su último día:
Veintisiete años, criada con sus padres en la ciudad. Tuvo una infancia aparentemente normal y en su juventud militó en movimientos de izquierda, además de comportarse como cualquier otra adolescente. Después del bachillerato ingresó directamente en el Departamento de Antropología y Etnología, donde conoció a su primer novio, Poul, con el que tuvo un hijo, Peter. La relación no tardó en romperse y, cuando él se marchó, Anna asumió su nuevo papel de madre soltera con la mayor de las calmas y alternó los estudios con el trabajo.
La relación con los padres, sin embargo, empezó a deteriorarse con el tiempo y no se veían mucho, sobre todo una vez que se trasladaron a un lugar más alejado. Muchos de sus amigos y conocidos vivían en la otra punta del país a causa de sus estudios y eran pocos los que estaban al día de lo que ocurría en su vida.
La gente la consideraba una persona reservada a primera vista, pero que no tardaba en abrirse. Nadie tenía nada que reprocharle a su ética profesional. Decían que era una buena madre que pasaba mucho tiempo con su hijo; siempre que era posible lo llevaba consigo al trabajo. Incluso a la universidad. Varias personas se habían referido a su buen humor y a su pasión por las bromas. En los últimos tiempos, sin embargo, no habían tenido demasiadas noticias de ella, y las pocas veces que llegaron a recuperar el contacto la encontraron más seca y algo deprimida.
No había sido tarea fácil rastrear sus idas y venidas del último día, que parecía bastante normal. Por la mañana la vieron con su hijo en una zona de columpios situada a medio kilómetro de su domicilio. Allí saludo un momento a otra mujer que vivía en su mismo bloque y a su hija. Un recibo encontrado en un cajón de la cocina demostraba que a las 11:34 horas había ido con su hijo a comprar leche a la gasolinera.
Hacia la una estaban ya de vuelta, porque Anna llamó a su madre para pedirle disculpas por una pequeña discusión que habían tenido la noche anterior. Después parece probable —según declaraciones de esta última— que estuviera escribiendo un artículo para una revista de antropología. Su última comida consistió, según el forense, en lasaña y un poco de helado de postre y con toda probabilidad tuvo lugar alrededor de las seis.
Acostó a Peter inmediatamente después.
Hacia las siete salió a correr. No había sido posible determinar con exactitud qué recorrido siguió, pero se encontró con su destino en la parte occidental de una de las pistas forestales, Ørneredevej. Allí la asaltaron y le cortaron el cuello desde atrás con un movimiento rápido. O al revés, en ese punto no estaban del todo seguros. La muerte fue instantánea.
Según las investigaciones de sus técnicos, inmediatamente después la llevaron a rastras por el bosque dejando un reguero de sangre que conducía hasta el lugar donde la encontraron.
Agersund dio un golpe en la mesa con el bolígrafo.
—¿Y el niño? —preguntó.
—¿Qué pasa con el niño?
Trokic entornó los ojos.
—Quizá deberíamos mandar a una de las chicas a ver si podemos sacarle algo. Si hubo alguien en ese apartamento…
—Mira, el psicólogo y el médico han dicho que no se le fuerce a nada. Está prácticamente catatónico y no ofrecen garantías de lo que pueda pasar. Los dos dicen que hay que esperar.
—¿Y no podemos ignorarles?
—Joder, que tiene tres años, acaba de perder a su madre y no conoce a su padre. Sus abuelos aseguran que no ha dicho ni mu desde que entramos en el apartamento.
Trokic sentía un peso en el estómago.
—No puedes estar hablando en serio —añadió Lisa.
Agersund se revolvió.
—Pero ¿y si…?
—Si quieres interrogar a ese niño, tendrás que hacerlo tú y asumir las consecuencias —replicó Trokic.
Se produjo un embarazoso silencio.
—Ajá —claudicó el jefe.
Ya era de noche cuando Trokic atravesó la ciudad en dirección a su casa. Recorrer esas calles equivalía a hacer un viaje en el tiempo hasta su pasado en los antidisturbios, un turbio mosaico de labios partidos, vómitos, improperios y cuentos chinos al que había que sumar el mudo gemido de los lavabos públicos, las jeringuillas abandonadas, los espejos rotos y las chinas de hachís. Era un bosque de edificios, una simetría y un caos que ocultaban la ruina en que había vivido y habitado casi toda su existencia.
Ahora esa ciudad parecía abatida. El tránsito hacia la tarde le corroía. Algo no cuadraba y él seguía firmemente convencido de que en ese apartamento había ocurrido algo más. ¿A quién había visto el achispado vecino de enfrente a altas horas de la noche? Y ¿cómo encajaba el investigador Christoffer Holm en todo aquello?