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Trokic acababa de mantener una lúgubre conversación telefónica con el forense cuando, obedeciendo a un impulso repentino, se presentó en casa de Isa Nielsen. Quizá pudiera aportar algún dato sobre la mano. Había aprendido a tirar de todos los hilos a su alcance.

—¿En qué puedo serle útil exactamente? —le preguntó una vez acomodados, él en un sillón y ella en el sofá.

—Me gustaría conocer su opinión profesional sobre nuestro caso.

—Pero ¿qué le ha pasado en la cabeza?

Por un instante, su brazo se contrajo como si fuera a alargarlo para tocarle la herida, pero fue algo pasajero.

—Me interpuse en el camino de alguien.

—Ha tenido que dolerle —comentó—. Por cierto, ¿le apetece una copa de vino? He puesto a enfriar un maravilloso Chardonnay y tiene aspecto de necesitarlo.

—No gracias, estoy de servicio y esas cosas.

—¿Un capuchino, tal vez?

—Perfecto, gracias.

Desapareció en la zona de la cocina y empezó a oírse el trajín de los cacharros. Trokic se recostó en el confortable asiento. La casa tenía un olor casi dulce. Observó unas marionetas pintadas que colgaban en un rincón; su madre tenía unas parecidas de Rumania, pero a él nunca le hicieron demasiada gracia.

—¿Qué le lleva a pensar que puedo ayudarle? —le preguntaba minutos después tendiéndole una taza humeante con sonrisa maliciosa.

Llevaba una vaporosa blusa de color crema con las mangas de seda y unos vaqueros claros. Casual a la par que exclusivo. Le costaba trabajo encajar su aspecto con la gravedad de su hogar.

—Estudia el comportamiento humano.

—Eso no me convierte necesariamente en una experta en la materia. Como ya le dije, trabajo fundamentalmente con modelos politológicos, el resto es pura afición.

—¿Afición a qué, por ejemplo? —le preguntó.

—¿Necesita que le ayude con algo específico? —le esquivó.

Asintió, incorporándose en el asiento para acercarse un poco más a ella.

—Ayer estuve en casa de Anna Kiehl. Encontramos una mano momificada en una mesita. Nuestro forense la ha estado examinando esta mañana y es una mano humana, de un hombre.

Lejos de parecer impactada, Isa Nielsen le miraba con un aire de lo más profesional y la barbilla apoyada entre las manos.

—No se puede negar que suena muy interesante. ¿Es posible que el culpable intente decirles algo? ¿Que siga los dictados de otra persona?

—Pero ¿de quién?

Se encogió de hombros.

—No tengo la menor idea, es lo primero que me ha venido a la cabeza. Parece todo muy… calculado.

Jugueteó con el reloj y su aire de sobriedad dejó paso a una mezcla de encanto y vulnerabilidad.

—No sé qué decirle —contestó, algo escéptico.

—Me ha pedido mi opinión y le he dicho lo que pienso.

Trokic observó la habitación.

—¿Vive aquí sola? —preguntó tras un largo silencio que dedicaron a estudiarse mutuamente.

Ella se humedeció los labios con la punta de la lengua. Tenía la nariz recta y alargada y una pequeña cicatriz junto al labio.

—Tengo a Europa.

Recordó haberla oído decir que lodo lo que tenía era la perra, que al oír su nombre levantó la cabeza.

—¿Y su familia? ¿Dónde vive?

—Yo no tengo familia.

—¿Ni pareja?

—Ahora mismo no. No es mi punto fuerte —contestó con una sonrisa de disculpa—. Soy un coche de un solo caballo, así que las cosas siempre terminan mal. Pero le estoy ayudando, ¿no?

—Sí.

—Cuénteme más, a ver si así le cojo un poco más la onda.

Trokic titubeó algo más de la cuenta mientras trataba de ordenar sus pensamientos. Estaba reclinada frente a él, relajada, con la taza apoyada en el muslo derecho y los ojos puestos en él con expresión interrogante. El comisario buscó en vano su tabaco hasta que ella le envió por encima de la mesa un paquete amarillo con un pequeño empujón.

—Ah, entonces no le importará que fume, ¿verdad?, preguntó al fin, buscando un cenicero con la mirada.

—Claro que no; fume todo lo que quiera, le acompañaré.

Se levantó a traer lo que buscaba y le encendió el cigarrillo. Luego él le contó en líneas generales los dos casos paralelos.

Isa Nielsen señaló hacia el reloj.

—Ya es la una, hora de comer. ¿Le apetece tomar algo?

—No, gracias. Es muy amable, pero tengo que marcharme.

Los viernes solía hacer comida croata. Muy picante, como a él le gustaba. Tenía la costumbre de no tomar nada en todo el día para no estropearse el apetito. Ella sonrió y subió los pies al asiento.

—¿Casado? —le preguntó.

—No.

Esperó el «¿por qué no?» de rigor, pero nunca llegó. La socióloga le quitó la ceniza al cigarrillo. Tenía unas manos largas y finas.

—¿Qué opina de la inscripción de la mano? —quiso saber Trokic.

Ella, en cambio, preguntó con los ojos entornados:

—¿Sueña alguna vez?

La miró sorprendido, preguntándose si se le notaría en la cara el enrevesado sueño que había dejado a medias la noche anterior.

—Como todo el mundo, supongo.

—Me refiero a pesadillas y esas cosas.

—Sí —contestó.

—¿De qué tratan?

—De conejos.

—¿Conejos?

A sus labios asomó una sonrisa, pero no condescendiente, sino más bien curiosa. Aun así, no podía dejar de sentirse taladrado, escudriñado.

—¿Y de dónde salen esos conejos?

—De Croacia.

—¿Qué significan?

—No significan nada —replicó dando por zanjado el tema.

—Todo tiene un significado. Yo sueño con el bosque —confesó ella—, el bosque de noche. Puede que sea por culpa de todos esos titulares. ¿Y esa secta de la que me hablaba? Dijo que habían encontrado un símbolo. ¿Querrá decir algo?

—No acabamos de sacar nada en limpio de ese sitio. Bueno, será mejor que siga con lo mío —dijo bebiendo el último sorbo de capuchino.

—Con lo suyo —repitió Isa Nielsen con la mirada perdida en algún punto de la pared.

La habitación se había quedado fría de pronto, como si hubiese sacado a colación algo malo.

—Gracias por el café y por la charla.

—No hay de qué.

El despacho de Agersund estaba vacío, y eso que su jefe no solía alejarse mucho últimamente. Volvió al suyo. La luz roja del teléfono parpadeaba sobre el escritorio y recordó que había apagado el móvil en casa de Isa Nielsen. No quería que le molestaran. El mensaje del contestador sólo era de hacía un cuarto de hora. Agersund.

—¿Dónde coño te metes? —empezaba; hasta ahí nada nuevo, luego un largo suspiro—. Han llamado los de Seguridad Ciudadana. Uno de los de la secta está muerto.