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Lisa aún no había terminado de bostezar cuando hacia las nueve de la mañana del lunes ocupó su sitio y trató de concentrarse en el trabajo que tenía por delante: revisar el ordenador de Anna Kiehl.

Nada reflejaba la personalidad de alguien tan bien como su ordenador. Lo que había ido encontrando en CDs y discos duros a lo largo de los años no eran precisamente minucias. A veces, los sospechosos intentaban ocultar su rastro borrando archivos o escondiéndolos bien, pero ésos eran los casos más sencillos; los huesos más duros de roer sabían perfectamente que los datos no alcanzaban el paraíso digital si no se reescribía el disco un mínimo de siete veces. Con eso y con todo, en la mayoría de los casos siempre acababa encontrando algo gracias a métodos desarrollados por ella misma y a algunos programas de recuperación de datos.

Además, la experiencia le había enseñado que los psicópatas se creían intocables por naturaleza, una particularidad que había contribuido a meter a bastantes de ellos entre rejas. Cogió aire y sacó un pitillo. De pronto advirtió que la sensación de derrota y aversión que le producía la idea de tener que trabajar con aquel ordenador iba remitiendo. Seguía formando parte del esclarecimiento de un crimen y ya tenía entre manos algo vital, una de las claves para aproximarse a la víctima y, con ello, al autor de los hechos, toda una aventura. Trokic no la había dejado al margen de nada. Fuera cual fuese su opinión personal sobre ella, había que admitir que en esa ocasión no estaba dejando que influyese en el caso.

A primera vista, el ordenador de Anna Kiehl era la organización personificada. Tras clonar el disco duro para disponer de una copia extra en caso de que algo fallara durante la búsqueda, empezó a salvar los datos más importantes mientras hacía anotaciones.

El disco duro contenía pocas carpetas, entre ellas una con hojas de cálculo de carácter económico y personal y algo que debían de ser facturas de sus trabajos como autónoma; otra con cartas, y una tercera con sus textos y estudios de antropología. En una carpeta aparte había fotografías escaneadas de ella con su hijo, Peter. Cada vez que abría una, veía por un segundo a Anna Kiehl sobre la mesa de autopsias para después respirar aliviada ante la mujer llena de vida que aparecía en la pantalla. En fin, algo encontraría en el programa de correo, sin duda. Estaba a punto de pulsar el icono cuando llegó Trokic. Llevaba un jersey fino de color celeste que parecía sin estrenar, aún conservaba las marcas de los dobleces. Estaba convencida de que era uno de esos hombres que van dos veces al año a un Jack & Jones y arramblan con una pila de ropa de un estante sin preocuparse de si combina o de cómo les sienta.

—Jasper ha pasado por la gasolinera —informó.

—¿Y?

—Ha localizado a la chica que estaba de guardia el sábado por la noche y le ha enseñado una foto de Tony Hansen. Le ha reconocido porque dice que iba borracho, y no se acuerda de qué compró, pero está segura al cien por cien de que no se les había acabado la nata. Hemos revisado las grabaciones de su cámara de seguridad y sí que sale.

—Lo sabía —dijo ella.

—Se le pueden apretar un poco las tuercas —continuó el comisario—, pero tampoco vamos a dedicarle todos nuestros recursos. No acabo de ver cómo pudo darle tiempo a matarla, y no podemos ignorar el resto de las pistas que tenemos. He mandado a un par de hombres a buscarlo.

Cogió aire y continuó:

—Jasper y yo vamos a ir a interrogar a gente del círculo de Anna Kiehl. El grupo con el que salía a correr y la chica que le dejó el libro en el buzón. Anna estaba haciendo la tesina con ella y un compañero ha dejado caer que por alguna razón últimamente ya no se llevaban demasiado bien.

En cuanto su jefe salió por la puerta, Lisa volvió al ordenador y abrió, por fin, el Outlook. Sus ojos contemplaron la pantalla llenos de asombro. Imposible.