27
—¿Y ahora qué pasa? —les preguntó Hanishka a los dos policías enarcando las cejas con cara de pocos amigos—. ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer? Ya le he dicho al tal comisario jefe Daniel esta mañana que aquí no se os ha perdido nada.
—Uno de sus… ehhh… seguidores nos ha llamado para darnos cierta información —contestó Jacob.
—Lo dudo mucho.
—No nos haga perder el tiempo. Es cierto, la llamada salió de este teléfono.
El líder de la secta se quedó mirándole y dejó escapar un suspiro.
—De acuerdo. Esperad aquí, que voy a enterarme.
Al cabo de dos minutos estaba de regreso.
—Aquí nadie sabe nada del tema.
—¿Están todos?
—Sí.
—En ese caso tendrá que dejarnos entrar. Por favor, es importante. Se trata de un crimen grave.
—De acuerdo —repitió él, no sin cierta desaprobación, mientras abría la puerta.
Entraron en un cuarto que hacía las veces de sala de reunión. Había una vieja alfombra amarilla y varias plantas en sus macetas junto a un gran ventanal, pero ni un solo mueble. Lisa encogió los brazos y lo observó todo con prevención. En el suelo había unas veinte personas de coronilla pelada sentadas en grupitos y, a pesar de que cada una vestía a su manera, no estaba muy segura de poder distinguirlas.
Hanishka dio varias palmadas que cortaron en seco el zumbido de las conversaciones.
—Alguno de vosotros tiene información para la policía. ¡No sé de quién se trata, pero quiero que esa persona nos acompañe a aclarar esto!
El aire se detuvo. No se oía el vuelo de una mosca. Algunos permanecían cabizbajos, otros observaban abiertamente a los dos inspectores, uno tosía y otros dos parecían horrorizados. Lisa los estudió minuciosamente y tomó buena nota de todos sus movimientos. Nada. Nada de nada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la inspectora una vez de regreso en el coche.
—¿Podemos ir sacándolos a rastras uno a uno?
—Demasiados efectivos, pero podría llegar a ser necesario. Que Trokic decida si tiene algún sentido.
Lisa ocupó el asiento del copiloto y se sentó de medio lado para verle conducir.
—Qué sitio tan raro —reflexionó Jacob—. Según Sartre, estamos condenados a ser libres, de modo que si uno elige voluntariamente una situación en la que hay reglas para todo, puede llegar a sentir que han elegido por él.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la libertad conlleva responsabilidad, pero la responsabilidad puede llegar a resultar bastante angustiosa. Y, como dijo no sé quién, el hombre se siente entonces atrapado aunque el compendio de su vida sean actos libres. Los miembros de esta secta están menos condenados porque lo que han de hacer ya está escrito, y eso tiene necesariamente que quitar de en medio un buen montón de dilemas y hacer la vida menos problemática.
—El opio del pueblo, ¿no?
—Yo creo que están en paz consigo mismos y eso se puede ver como una especie de felicidad. Los que figuran en las estadísticas de la depresión no son ellos, somos todos los demás.
Cuando volvió a su mesa, se alegró de haber aceptado la invitación a almorzar. Ahora que se le había estabilizado la glucosa se sentía mejor. Esas pocas horas en compañía de Jacob le habían hecho un gran bien y le apetecía mucho pasar una tarde entera con él cuando llegara el momento. Sonrió sin darse cuenta.
El agente del Grupo de Seguridad Ciudadana que había ido a buscar a Elise Holm volvió bastante malhumorado.
—Ya está. Y para otra vez, a ver si hacéis el favor de ir a recoger el paquete vosotros solitos, que las cosas de la judicial no tienen por qué ser más importantes que las nuestras.
—Lo siento muchísimo, órdenes de arriba.
Sabía que se había producido una colisión en cadena en la autopista, por la ramificación norte, y que los de Seguridad Ciudadana también andaban muy cortos de personal. Acababa de sentarse cuando recibió una llamada de su sobrina.
—¿Puedo ir a tu casa esta noche, tía? —lloriqueó.
—¿Qué ha pasado esta vez?
—No la soporto. No pilla onda, joder; está hecha una abuela de los sesenta. Había prometido darme dinero para ir esta tarde al cine con Line y Oliver y ahora que me he pasado todo el día haciéndome la buenecita resulta que no me deja ir de todas formas.
La cría desgarraba el aparato con dramáticos sollozos. Lisa titubeó. Nanna estaba empezando a usarla como refugio con demasiada frecuencia y, aunque disfrutaba de su compañía, no estaba muy segura de que aquello fuera bueno para la relación entre la madre y la hija. Además, cabía la posibilidad de que se tratara de una maniobra de distracción por parte de su sobrina llamada a aumentar las probabilidades de éxito de su salida al cine.
Últimamente tenía la desagradable sensación de que la niña se estaba volviendo un poquito inestable. Sus antiguos intereses iban quedando olvidados a la vez que adoptaba una indumentaria y comportamiento cada vez más provocativos. Pero ¿no consistía precisamente en eso la adolescencia? ¿No había ido ella también dando tumbos por ahí con el pelo de colores y haciendo todo al revés de lo que decían sus padres? No recordaba con exactitud dónde estaban los límites.
—No sé, Nanna, tengo trabajo esta noche.
Nueva voz fuera de sí al otro lado:
—Llévatela. A mí me entusiasma la idea de librarme de ella. ¿Qué se ha creído esta niñata, que voy a estar aquí tragándome todos sus insultos y después le voy a financiar las excursiones? Además, la gente con la que pretende salir no es precisamente la mejor compañía de la ciudad. Es inútil tratar de meterle un poco de sentido común en la cabeza. Pero hoy no le doy permiso, para que aprenda.
—Esta noche tengo trabajo —le repitió Lisa a su hermana; pero después añadió—: pero puedo llevármelo a casa. Si llega ella primero, ya sabe dónde está la llave.
—¡Me voy a ir a vivir a casa de la tía! —chilló la adolescente en un segundo plano.
Llamaron a la puerta de su despacho.
—Un momento —dijo al teléfono.
Elise Holm abrió la puerta y se dejó caer en una silla frente a ella. Tenía la cara blanca.
—Aquí pasa algo muy raro —dijo la mujer que tenía delante sacudiendo la cabeza de un lado a otro.
—Por mí vale —contestó Lisa al teléfono.
Luego se volvió hacia la mujer de la silla.