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Una vez de regreso en comisaría enfilaron directamente hacia la cafetería de la segunda planta. La nueva encargada se había hecho muy popular en muy poco tiempo. Nada como la buena comida para tener contento a todo el mundo.

—Qué café tan horrible el de ese sitio —murmuró Lisa—, vamos a tomar otro.

—No me extraña que la gente quiera salir de allí a toda mecha —convino Trokic—. Así se cura hasta la psicosis más recalcitrante. Por cierto, por lo visto las putas pildoritas de la felicidad esas han acabado convirtiéndose en una industria descomunal —comentó mientras llenaba dos tazas grandes—. Si hacemos caso de las estadísticas, vivimos en un país lleno de zombis hasta las cejas de medicamentos.

—Pues será que hacen falta —replicó ella—. Los tiempos que corren, nuestro modo de vida.

Le escocía por su hermana, que después de sufrir un colapso nervioso llevaba años tomando antidepresivos. Pensara lo que pensase sobre el tema, lo cierto era que habían supuesto una revolución para el estado de Anita y que ahora a su familia las cosas le iban mucho mejor que antes.

Trokic se encogió de hombros y metió una mano en el bolsillo trasero de sus vaqueros gastados.

—Es un estado artificial, como bajar la fiebre con una pastilla; no resuelve nada. Es increíble que…

—Pues arregla el mundo, entonces… —contraatacó Lisa de nuevo.

—¿No te parece demasiado simplón? —preguntó él, esta vez con cierta irritación por su insistencia—. Cada uno tiene que asumir la responsabilidad de su propia vida, es estúpido querer achacarlo todo a quienes nos rodean o decir que son los tiempos que corren. La gente siempre ha vivido bajo presión; si no era la guerra, entonces había peste o una crisis económica. Supongo que el verdadero problema es que el que no tiene qué hacer mata moscas con el rabo. O pretende hacer dinero, mejor.

Lisa entornó los párpados.

—Pero el hecho es que hay mucha gente que lo está pasando mal, lo llames como lo llames. Nadie se quitaría la vida si las cosas fueran tan bonitas.

—Yo no he dicho que lo sean —protestó el comisario, pasándose una mano por el negro cabello—. Lo único que digo es que la gente ve la vida desde un ángulo equivocado. Y volvemos otra vez al punto de partida, la responsabilidad. Todos somos muy dueños de vender la casa y el coche y buscarnos un trabajo menos estresante o, ya puestos, irnos a vivir a la India.

—O sea que, en el fondo, lo que piensas es que la culpa la tiene la gente, ¿no? —concluyó Lisa.

—¿Es imprescindible ponerlo todo o blanco o negro?

—Sí.

Dejó la taza con rabia. ¿Quién coño se creía ese patán ignorante para erigirse en juez de la salud mental de los demás?

—¿Y qué forma de pensar es ésa? —volvió a la carga—. A lo mejor te convendría leer el libro del difunto señor Holm, Daniel. Igual aprendías a no opinar de cosas de las que, evidentemente, no sabes una mierda.

Para su asombro, Trokic se echó a reír, un sonido que no estaba muy segura de haber oído antes, pero que en ese contexto le pareció un insulto en toda regla.

—Sorprendente, señorita Kornelius. Tienes pegada.

Sus palabras sólo consiguieron irritarla más todavía.

—Aggg, cierra la boca de una vez.

Estupefacto, la observó apartar el café de un empujón con un provocativo gesto de rechazo. Lisa se daba perfecta cuenta de que estaba a punto de pasarse de la raya, pero, cegada por la intolerancia de su jefe, salió por la puerta sin darle ocasión de replicar.

Ya en el pasillo embistió a Jacob. Aún iba hecha una furia, pero supuso que él no era la persona más adecuada para compartir su rabia.

—¿Te apetece tomar una copa de vino más tarde? —le preguntó tras respirar hondo, sorprendiéndose a sí misma con su arrojo.

Oyó que su propia voz se volvía más fina; más de Lisa, menos de inspectora.

—Le he prometido a Trokic que iría con él a tomar una cerveza —contestó él.

—Ah, vale —dijo dócilmente en un intento de ocultar la decepción.

Esa misma mañana, después de echar de casa a su sobrina y mandarla al colegio, había estado mirando una polvorienta botella de Saint-Emilion del noventa y cinco que tenía en el botellero, regalo de su trigésimo cumpleaños, dos años antes, pensando que le gustaría compartirla con él a solas. Se preguntó si fallaba algo y resistió la tentación de salir corriendo hacia el cuarto de baño para comprobar el estado de su peinado. Puede que hubiera llegado el momento de hacer algunos cambios.

—Bueno, pues… —murmuró retorciéndose el botón del bolsillo de la cazadora.

—Otro día, Lisa —contestó sin apartar la vista—. Ya te aviso, no te preocupes. Y puedes estar segura de que no me lo voy a pensar mucho.

Su compañero le dio un apretón en el brazo y ella, con todo el cuerpo traspasado por una oleada de calor, se quedó a verle doblar la esquina.