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Ni siquiera la fina capa de niebla matinal que lo envolvía restaba limpieza al bloque de apartamentos, con sus muros color ocre recortándose en un hermoso primer plano contra el bosque. Apenas pusieron un pie en el portal, Trokic y el inspector Jasper Taurup percibieron aquel sonido hueco, un suave gemido que iba alternándose con fuertes sollozos. Llamaron a una vivienda de la planta baja; «Anna Kiehl», ponía en la placa de la puerta. Por la de al lado asomó la cabeza de un hombre mayor de pelo cano.

—Policía —dijo Trokic—. ¿Es usted quien ha llamado?

—Sí. Se ha tirado chillando varias horas, hasta ahora mismo.

El comisario volvió a llevar el dedo al timbre.

—¿Qué edad tiene el niño? —preguntó.

—Creo que tres años. Se llama Peter.

—¿Y usted no tiene copia de la llave ni sabe dónde puede haber una?

—No, si lo supiera, ya habría entrado.

Un crío de tres años difícilmente podía abrir una puerta como ésa, pensó. Dejaron que sonara un buen rato dos veces más. Jasper hizo ademán de ir a echarla abajo de una patada.

—Mejor será que consigas herramientas —sugirió su jefe—. Este tipo de puertas no se abren con dos patadas y no podemos esperar a que venga un cerrajero.

—No querrán matar al niño de un susto, ¿no? —señaló el vecino, que no se había movido del sitio.

—No claro, joder —contestó un Jasper visiblemente conmovido ante la idea del pequeño abandonado.

Desapareció y regresó del coche provisto de varias herramientas; medio minuto después, la puerta de la casa giraba sobre sus goznes.

Trokic se adentró en el corto pasillo en medio de un gran silencio. Su compañero se mordía el labio y se restregaba el brazo como si tuviera frío.

—Peter —llamó Trokic con cautela.

Tenía que estar aterrorizado si le habían dejado solo. No contestaba. El comisario entró a echar un vistazo en la cocina, donde flotaba un suave aroma a detergente, amoniaco y flores, todo parecía ordenado y en su sitio. Continuó hacia un salón verde claro con reproducciones de Asger Jorn y Kurt Trampedach por las paredes. Sobre la mesa había una antología de literatura moderna, dos gruesos volúmenes sobre los artistas del Renacimiento y un libro infantil con un dragón en la cubierta. Estaban bastante usados. En un extremo del sofá descansaba un gato gris de pelo largo con cierto aire de indignación en los ojos rasgados.

Volvió a llamar al niño, un poco más alto, mientras se desplazaba sistemáticamente de una a otra de las pocas habitaciones, desiertas y en silencio. En el dormitorio el parpadeo del despertador digital le saludó con cuatro ceros, como si el tiempo hubiese dejado de existir. Nada indicaba que hubieran dormido en la cama y las persianas abiertas permitían el paso de un sol que brillaba en rayos limpios de polvo. Al fin encontró el otro dormitorio y comenzó a examinarlo. No se veía al niño por ningún sitio. Se arrodilló para echar un vistazo debajo de la cama y levantó un edredón de animalitos rojos y verdes. Nada. A la derecha de la ventana había un armario con la puerta entornada. Lo abrió con mucho cuidado y miró en su interior.

Un pequeñín de pelo rubio cortado a cepillo miraba fijamente hacia algún punto de la pared que quedaba a espaldas del policía. Tenía los ojos verdes y llevaba puesto un pijama morado de Harry Potter. Estaba acurrucado en un rincón con los brazos apretados alrededor de las rodillas. El comisario respiró aliviado.

—Hola, Peter.

El niño no reaccionó. Trokic, que no confiaba demasiado en sus habilidades pedagógicas, se preguntaba inseguro qué palabras serían las más adecuadas. ¿Y si terminaba por aturullar aún más al crío? Volvió al salón.

—Hay premio en el armario, pero no quiere salir.

—Déjamelo a mí —contestó Jasper—. Pero mira esto un momento… ¿es ella?

Señaló hacia el televisor antes de ir a la habitación del niño.

Trokic se puso un guante y levantó la fotografía con mucha precaución, cogiéndola por el reverso para no dejar más huellas de las necesarias. Tenía el pelo más corto, estaba más bronceada y llevaba una sombra de ojos de color turquesa, pero no cabía duda: era la mujer del bosque. Un ojo azul y el otro castaño. «Anna Kiehl», ponía en la puerta. Recorrió con la mirada las finas líneas del rostro; una boca pequeña en la que se insinuaba una discreta sonrisa, como sorprendida por algún comentario del fotógrafo; unos ojos que le observaban directamente, vivaces, algo inquisitivos y enmarcados por unas cejas y unas pestañas oscuras.

—Sí, es ella —murmuró.

Apartó al fin la vista de la joven y echó una ojeada por el salón. Oía la voz baja de Jasper en el dormitorio. No se podía decir que su compañero estuviera especialmente dotado para manejar una situación de emergencia con un niño, pero, desde luego, más que él sí, y puesto que habían comenzado así, así quedó el reparto de papeles. Comunicar la noticia de una muerte nunca resultaba agradable, pero en ese caso concreto el encargado de informar al pequeño sería alguien de la familia más cercana. Por el momento, lo principal era que hasta que aparecieran el padre o los abuelos hubiera alguien que se ocupase de él con todo el respeto que merecía un niño que de buenas a primeras se encontraba con su casa bajo custodia policial.

—¿Qué hacen aquí? ¿Ha ocurrido algo?

Le dio un vuelco el corazón. La voz era pastosa, como si perteneciera a alguien que despertara de un largo sueño.