21
Unos días atrás había visto anunciado un teléfono móvil en la estación con unas letras rojas de metro la pieza que decían: «Get a Life». Se sintió extrañamente aludido. Pensó sin demasiado pesar que si por vida se entendía una existencia propia más allá del horario de trabajo, él no, no tenía vida. Y qué si en realidad lo que le impulsaba a levantarse de la cama cada mañana no sería el placer de resolver el sudoku asesino. A él le valía. Pero en fin, eran las ocho y media y estaba en casa con tiempo para digerir la información del día mientras tomaba un bocado. Lleno de expectación abrió el frigorífico y los blancos estantes le devolvieron la mirada. Aparte de dos latas de cerveza y un trozo de salchicha turca, vacío. Estaba convencido de que quedaba un poco de cordero al ajillo del viernes, pero de pronto recordó que había almorzado las sobras el día anterior. Tras unos segundos de indecisión, sacó la salchicha y fue a buscar un cacharro para rehogarla. Al día siguiente le preguntaría a Jacob cuándo le apetecía pasar a tomarse un gulash como Dios manda. Aunque disfrutaba mucho estando solo, no dejaba de apreciar las visitas. Era la suya una soledad potestativa de doble espectro. Era necesaria, un lugar donde clasificar la información. Aún no había encontrado a la mujer capaz de comprenderlo. Enseguida sentían celos de su lugar de retiro y aspiraban o bien a convertirse en iniciadas —con lo que ello tenía de decididamente intimidatorio— o bien a arrancarle de allí, y ninguna de las dos cosas les daba buen resultado. A pesar de todo, a veces le parecía que la casa estaba vacía. Sacó un disco de Joe Sartnani y se dejó sacudir por la contundente guitarra de la versión en vivo de «Time». Creyó oír el espacio que rodeaba al instrumento y esbozó una sonrisa. Era como detenerse en el punto preciso del mar donde rompe la ola.
Al cabo de cinco minutos dio cuenta en la mesa del salón de una limitada cena consistente en salchicha turca con ketchup y un trozo de pan en compañía de un cerro de papeles que se había traído del trabajo.
Milán. Él fue quien le impulsó a ingresar en la policía judicial. Había sido amigo suyo y de Mirko, su hermano pequeño. Trabajaba de carpintero y vivía en una vieja casa de su misma calle. Las primeras veces que Trokic fue a Croacia, durante su adolescencia, salían juntos los tres; rondaban por ahí, miraban a las mismas chicas. Ninguno podía prever lo que Milán ocultaba en su interior, y Trokic menos que nadie. Cuando Mirko tuvo un accidente con el coche, fue Milán quien más tiempo pasó con él en el hospital, entreteniéndole y llevándole libros. Se encargó además de que reparasen el coche, algo maltrecho, para que estuviera a punto cuando le diesen de alta. Para Trokic era importante poder contar con Milán cuando él estaba en Dinamarca. Milán era, en fin, de lo más popular en la familia por su generosidad y sus ganas de ayudar con aquellas manos suyas tan versadas en la madera. Pero entonces estalló la guerra y, aunque jamás había manifestado ninguna resistencia ante los serbios ni había mostrado convicción política alguna —el tema no había surgido estando juntos, simplemente—, quiso hacer su aportación a la causa de Croacia.
La familia pasó largo tiempo sin noticias suyas. Trokic lo vio una sola vez en casa de unos primos de Milan con los que se alojaba. Con motivo de su visita les llevaba una bolsa repleta de manjares que sabe Dios de dónde habría sacado, aunque a Trokic le constaba que los soldados hacían muchos negocios entre ellos. Su amigo, entre tanto, había ido ascendiendo hasta llegar a oficial, tenía un bonito número de subordinados y parecía bastante obsesionado con la mala situación del ejército.
Ni siquiera entonces observó en él nada fuera de lo corriente.
Crecer en Dinamarca entre tipos muy poco respetuosos con la ley no le había preparado. La guerra había terminado un año atrás y Trokic, que había perdido en ella a un padre y un hermano, necesitaba compartir su dolor con alguien que los hubiera conocido. En su primera visita tras el conflicto, le preguntó a su primo qué había sido de Milán y no obtuvo más que evasivas. Sin entender nada, acudió a su prima, cuya críptica respuesta fue que los hombres lobo eran personas que la mayor parte del tiempo se comportaban con normalidad. Finalmente recurrió a un viejo amigo de la familia que regentaba un bar muy frecuentado, un barracón de madera situado a las afueras de la ciudad en el que habían pasado juntos muchos ratos.
Le llamaban el hombre lobo de Medvednica y había pruebas de sobra. Su trabajo como oficial le había colocado en una posición de fuerza que sacó a la luz otra parte de su ser. Decían que existían testimonios y vídeos de miembros del ejército próximos a él que confirmaban que cargaba en la conciencia con al menos tres ejecuciones llevadas a cabo con sus propias manos. Fue una de las pocas ocasiones en su vida en que Trokic se sintió emocionalmente lisiado. No por Milán, sino porque acababa de perder la fe en los demás.
Llamaron a la puerta. Suponiendo que se trataba del vecino, que venía a quejarse de que aún no había podado el seto, se levantó despacio y fue a abrir. En el umbral, sin embargo, apareció Lisa; llevaba una ligera blusa floreada de gasa y se protegía el cuerpo con los brazos del frío de la noche.
—¿Hola? —la saludó.
Ella hizo una mueca insegura y le tendió unos papeles que sostenía en la mano.
—¿Molesto? Es un poco tarde.
—No problem. Pasa.
Entró en el corto pasillo y se quitó los zapatos.
—Qué simpático.
Trokic siguió su mirada hasta la gata, que jugueteaba con un trozo de salchicha por el suelo. Le dio en la nariz que aquello ponía fin a su cena. Los robos de comida eran moneda corriente por allí.
—Es Pjuske.
—Se me ocurrió pasar a traerte estos papeles de camino hacia casa. He estado un poco liada… antes no he podido.
—Ah, y ¿quieres un café o prefieres cerveza?
—Nada, gracias, ya me he tomado una cerveza con Jasper y voy para casa. También quería que supieras… —cogió aire sin dejar de frotarse la muñeca— que al principio me sentía un poco ninguneada, con lo del ordenador y sin compañero.
El comisario se pasó la mano por el pelo mientras sopesaba lo que iba a decir.
—Mi trabajo consiste en ocuparme de sacarle el máximo partido posible a nuestros recursos, sobre todo ahora que estamos bajo tanta presión. No podem…
—Lo sé. Iba a añadir que me alegro de que se me haya dado la oportunidad de trabajar en algo con más chicha que los ordenadores. Los interrogatorios, por ejemplo…
Se produjo una pausa mientras Trokic pensaba.
—Podrías tener a Jacob de compañero. Hasta ahora siempre ha trabajado solo… los del NEC no podían prescindir de más gente… y yo soy el responsable de que rinda al cien por cien. Tú también podrías aprender mucho de él.
—No suena mal, gracias.
Parecía satisfecha, porque cambió de tercio y empezó a mirarlo todo hasta detenerse frente a la foto de una ciudad que ocupaba casi todo el lateral de uno de los armarios de la cocina.
—¿Eres de ahí? —se interesó.
—Yo soy de aquí —se pasó la mano por el pelo—, pero ésa es la ciudad donde vivía mi padre.
Lisa ladeó la cabeza y la observó más de cerca.
—Parece un sitio agradable. Con unas adelfas muy bonitas… me encantan.
Luego apartó la mirada.
—Será mejor que me marche. Eso es un informe con un anexo sobre lo que he encontrado hoy en el ordenador. Gracias por todo.
Se dejó caer en el sofá pensando que su decisión de emparejar a los dos inspectores había sido acertada. A Jacob le gustaría Lisa, seguro. La misma edad, el mismo sentido del humor. Se alegraba de la llegada de Jacob.
Al principio no tenía nada claro dónde se encontraba. Estaba rodeado de luz, demasiada luz. Por arriba se filtraban los rayos del sol entre un enrejado de árboles para luego caer sobre el suelo nevado. A la izquierda se intuía la laguna, cubierta de hielo y rodeada de eneas afiladas por la escarcha. Detrás de él había alguien, percibía un ruidito apenas audible y un débil olor a heces; el sonido de unos arañazos. Se estremeció. Tenía la ropa completamente pegada a la piel. De pronto, la nieve empezó a moverse, delante, a su alrededor, se levantaba en gruesos grumos en todas las direcciones, y no era la primera nevada del año, sino conejos, millares de conejos cenicientos que serpenteaban hacia la laguna en larguísimas hileras. Trató de coger aire y aquellos animalitos envueltos en pieles se volvieron hacia él mostrando sus afilados dientecillos. Tropezó con el primero que tenía delante y sintió cómo le partía una vértebra al pisarlo. Sus ojos le observaban candentes desde sus órbitas y el clamor de sus bufidos iba en aumento.
Bajo un cielo ahora lleno de nubes rosas y grises, intentó echar a correr por entre los conejos, pero cayó sobre sus helados pellejos de ceniza en el bosque blanco y sus gritos se convirtieron en un estruendo mientras la oscuridad y un repiqueteo le iban rodeando con su urdimbre.
Se despertó con un fuerte sobresalto. Sobre la manta que le tapaba había papeles, informes del caso, diseminados por todas partes. Consultó el reloj de forma mecánica; eran algo más de las once, había dormido tres cuartos de hora. Se sentó y atrapó un montón de papeles que iban de camino al suelo. Sobre la mesa había una botella de vino tinto a medias. Las sienes le latían con violencia y tenía la espalda recubierta de un sudor frío. Algo le había despertado, un ruido. Trokic movió la cabeza de un lado a otro. Aún veía a aquellos animales cenicientos por el suelo, por los rincones, debajo de la mesa. Se restregó los ojos y alargó la mano en busca de su tabaco. Poco a poco la imagen de los conejos se fue desvaneciendo y el suelo volvió a ser suelo. Otra vez ese ruido. El teléfono.
Era Agersund.
—Hay algo muy raro en esa laguna —dijo—. Han llegado los resultados del análisis de la cicuta y tenías razón. Hay muchas probabilidades de que el ramito seco del pecho de Anna Kiehl saliera de entre las plantas que crecen junto al agua.
—¿Tú crees que el arma homicida está ahí?
—Es una opción. Nuestro hombre conoce la zona, esas plantas están cortadas hace tiempo; quizá en verano, o incluso hasta en primavera. Eso quiere decir que suele ir por allí. Vamos a mandar un equipo de buzos, quiero saber qué hay en esa laguna.