58

Al sentir que le seguían el rastro, el temor a que alguien pudiera interponerse en su camino hacia el porvenir empezó a corroerla. Su cuerpo se recubrió de sudor y su analítico cerebro empezó a trabajar a pleno rendimiento. Todo estaba saliendo a pedir de boca hasta que ese estúpido de Palle llamó diciendo que lo sabía todo. Cómo se atrevía. Al principio le gustaba, con su rendida admiración, y durante algún tiempo le hizo gracia llevarlo siempre pegado a los talones, pero, como de costumbre, no tardó en cansarla con sus comentarios poco inteligentes y con todas las preguntas que sin descanso la obligaba a contestar, por no hablar de que cada vez que derramaba en ella sus fluidos balaba como una cabra en celo.

Pero, al fin y al cabo, el chico era simpático y echaba un poco de menos tenerle dando vueltas a su alrededor. Hasta hacía muy poco habría sido impensable que pudiera volverse contra ella como lo hizo, y con todos aquellos disparates suyos sobre Dios y el reino venidero no se puede decir que sus engaños para obligarle a beber la cicuta no le hubieran producido cierta complacencia.

En cualquier caso, se alegraba de que esa historia ya hubiese terminado. La muerte resultaba muy distinta a como la había imaginado y nunca dejaba de sorprenderla comprobar cuánta verdad encerraba eso de «en polvo te convertirás», porque, una vez que la vida abandonaba el cuerpo, éste no tardaba en quedar reducido a un triste despojo. No le gustaban todos esos contratiempos, pero pronto vendría algo más a reemplazarlos, su eudaimonia. Levantó las grandes bolsas de viaje y las llevó al coche.