67
—Ahí está su coche —exclamó Lisa tan fuerte que prácticamente fue un grito.
Y ahí estaba, aparcado a escasa distancia junto a un Toyota azul. ¿De ella?
—Llegamos tarde.
—¿Por dónde? —preguntó Jacob; su mirada dulce y tímida se había convertido en un gesto duro y concentrado.
Lisa señaló hacia una escalera que había a su derecha. Era expuesto, pero no había otro modo de bajar la pendiente. La cazadora morada la hacía sentirse fosforescente, de modo que, aunque el viento soplaba con fuerza y la lluvia había arreciado, se la quitó y la arrojó a los pies de la escalinata. Miró hacia abajo. Había unos cien peldaños hasta la faja boscosa que los separaba de la orilla rugiente del mar. A ambos lados de la escalera crecía una vegetación bastante alta que se doblegaba al compás de las ráfagas de viento.
—Cuidado con los escalones, que resbalan —la previno Jacob, que bajaba por delante pisando muy despacio los viejos tablones que formaban la escalera.
Sin previo aviso, sin más ruido que un suspiro apenas perceptible, el hombre que la precedía se precipitó de repente. Ella gritó y bajó a la carrera el trecho que faltaba hasta el final, donde yacía encogido. Sólo una vez agachada junto a él comprendió qué había provocado la caída. Una mancha de sangre que salía de algún punto en medio del pecho le empapaba la ropa.
—Abajo —le indicó la voz traspasada de dolor de su compañero, que con la respiración acelerada intentaba desesperadamente mantener la cabeza erguida para localizar el peligro que aún les acechaba.
—¿Dónde? —preguntó enferma de miedo por él, por ellos.
Él señaló hacia el sureste, no hacia la orilla, sino en dirección a la última hilera de árboles antes de llegar al agua. En ese mismo instante, Lisa sintió el susurro de un nuevo proyectil que se perdía entre los arbustos a escasísima distancia. Esta vez alcanzó a oír débilmente el disparo y se volvió a la velocidad del rayo mientras sacaba su arma. No quedaba más remedio que dejarle allí.
—Ten cuidado, Lisa —le rogó.
Estaba junto a ella presionando con la mano el punto por donde se había abierto camino el primer tiro de Isa, pero por más que apretaba, la sangre no dejaba de salir a borbotones. La inspectora dejó escapar un pequeño grito atormentado, se echó al suelo y llamó a una ambulancia sin estar muy segura de que pudiese llegar antes de que fuera demasiado tarde. Por un momento se sintió inmersa en un dilema. La seguridad era su máxima prioridad, ayudar al compañero, y no había nada que le apeteciera más, pero su situación era muy expuesta. Isa debía de estar subiendo hacia el coche y ella tenía que cortarle el paso. Una vez calculados intuitivamente el ángulo de tiro y la distancia, se encogió y echó a correr hacia un viejo árbol que podría servirle de escudo. No tenía la menor idea de si Trokic seguiría aún con vida por allí, en algún rincón. Llovía con fuerza, el pelo se le pegaba a la cara y tenía la ropa empapada. Con la frente apoyada en la rugosa corteza del haya, buscó una trayectoria hasta el siguiente árbol, cuatro metros más a la derecha en diagonal.
Tras un agudo chasquido, un nuevo proyectil se incrustó en el tronco del árbol a poco centímetros de ella, pero en esa ocasión logró distinguir la nítida silueta de Isa recortándose contra el resplandor que envolvió el bosque; se dirigía hacia el único camino que subía desde la playa, la escalera. Continuó arrastrándose e intentó apuntarla para cortarle el paso. Si aquella mujer encontraba a Jacob, lo que era inevitable, no vacilaría en deshacerse de él. Sintió un zarpazo al pensar que posiblemente ya estuviese herido de muerte.