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Todavía aturdido, se alejó de la ciudad. Se había despertado bruscamente en el sofá una hora antes con la retina repleta de conejos gruñones, los conejos grises y consumidos de un pueblo cercano a Glori, unos conejos criados por alguien a centenares en una granja apartada, unos conejos que el ejército serbio había condenado a morir de inanición al liberarlos después de asesinar a sus dueños. Aún los veía. Había dormido nueve horas, casi diez, prácticamente inconsciente. Abrasado por la fiebre había ido hasta el baño en busca de un par de pastillas y un poco de agua fría que echarse por la cara. Debería bastar.

Había tratado de encender el móvil, pero estaba muerto, así que había sacado el cargador para conectarlo al encendedor del coche y se lo había echado al bolsillo. Habría que esperar a que reviviera para contestar las posibles llamadas, y si alguien quería algo importante tendría que esperar a que pasara por el despacho más tarde.

—He de confesar que no tengo demasiada experiencia en estas cosas; trabajo fundamentalmente con cadáveres de hace varios miles de años, pero puedo afirmar con total seguridad que éste se ha conservado sin ayuda de medios tradicionales como el formol. Es muy especial.

Trokic había ido a visitar al arqueólogo propuesto por Bach. Vivía en una casita con el tejado de paja no muy lejos del museo de prehistoria en el que trabajaba.

El arqueólogo era hippie y joven, supuso que no llegaba a los treinta, y de no ser porque Bach le había explicado que había escrito una tesina acerca de la conservación en los yacimientos funerarios, no le habría inspirado demasiada confianza. Una coleta larga y una cadena de plata con una hoja de cáñamo no sugerían precisamente el tipo de autoridad que andaba buscando.

—Lo más normal habría sido que se pudriera, pero al ser básicamente tejido magro, huesos y piel, ha logrado evitarlo.

Sirvió sendas tazas de café sin dejar de lanzar interesadas miradas de soslayo hacia la mano.

—Gracias —dijo el comisario cogiendo la taza verde, un auténtico cangilón que jamás podría beberse.

Echó un vistazo por la habitación. Las paredes estaban llenas de pósters, algunos de exposiciones del museo, otros de cine. Reparó en una mujer de aspecto indio que apoyaba la cabeza contra un muro gris vestida con un sarong muy colorido; «Best in Bombay», ponía en letras naranjas. Tenía la sensación de que el arqueólogo pasaba la mayor parte de su tiempo en aquel cuarto. Desde la ventana se veía un jardín a medio excavar con una caseta desvencijada y detrás del seto comenzaban las rastrojeras.

—¿Cómo ha logrado evitarlo? —preguntó Trokic.

—Aparentemente la han secado; más o menos lo que hacemos con la carne, si me disculpa la comparación. En ese caso lo principal es evitar las bacterias y mantener a raya los procesos bioquímicos. Si las momias que hemos encontrado en nuestros pantanos se han conservado, se debe precisamente a que las plantas que las rodeaban generaron una gran cantidad de ácidos que impidieron la vida de las bacterias.

—Pero…

—De este modo se produce una conservación natural. Pero no es el único factor, también es necesario arrojar el cadáver al pantano cuando está frío. De lo contrario, las vísceras se pudren antes de que penetren los ácidos, lo que…

—Pero ¿qué antigüedad diría que tiene esta mano? —le interrumpió Trokic, que no había ido hasta allí a oír una conferencia sobre las momias de los pantanos.

Después de dos veranos en un país en guerra le habían quedado más que claros los efectos del calor y las bacterias en los cadáveres.

—En dos palabras: ¿es de este milenio?

El arqueólogo asintió sin dejar de toquetearse la coleta con una falta de pudor que al comisario le resultaba bastante repulsiva.

—Sí, claro.

—¿Y qué más?

—No sabría decir con exactitud…

—Vamos, una ayudita, necesito algo a que agarrarme.

—Entre quince y veinte años, pero no me apostaría el cuello.

Trokic meneó la cabeza.

—¿Cómo puede secarse así todo un cadáver?

—Es que no la han seccionado del resto del cuerpo recientemente, lo hicieron inmediatamente después de que muriera. O antes. De eso no me cabe la menor duda. ¿Puedo preguntarle dónde la ha encontrado?

—No, lo siento, pero no puede —contestó sin más.

De camino a la ciudad le invadió la sensación de que no había sacado gran cosa en limpio. El móvil ya estaba casi cargado, a ver cuánto duraba. Al encenderlo vio parpadear el icono de los mensajes de voz, y estaba a punto de llamar al contestador cuando empezó a sonar. No conocía el número que aparecía en la pantalla, pero la voz la identificó en el acto.

—Le llamo por la mano que encontró, he pensado mucho en ella —aseguró la socióloga.

—Sí, es interesante. Quiero llegar al fondo de este caso y creo que esa mano desempeña un papel muy importante en todo esto.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo?

—Ya sabemos qué antigüedad tiene, lo que hace más sencillo averiguar su procedencia.

—¿Dónde ha estado?

—He ido a ver a un arqueólogo especializado en conservación —contestó.

—Muy bien. ¿Y se la ha enseñado?

—Sí.

—O sea, que la lleva encima, ¿no?

—Así es, tengo que devolverla al Instituto de Medicina Forense, ahora mismo iba hacia allí.

—Me preguntaba si tendría un rato para charlar, hay una cosa en la playa que me gustaría enseñarle —le propuso.

—¿El qué?

—Ya lo verá. Tiene que buscar un bote azul un poco más al sur de Ørnereden; por dentro es blanco. Es uno viejo que lleva bastantes años sin usar. Creo que lo encontrará interesante.

—Escuche, estoy muy ocupado atando los últimos cabos de la investigación, así que más vale que sea algo importante. No puedo…

—Créame, lo es. Si nos vemos allí dentro de media hora, le hablaré de la mano.

Recordó que habían encontrado arena bajo las uñas. ¿Habría llegado a alguna conclusión en lo referente a su origen? Le habría gustado preguntárselo, pero había algo en su voz, un timbre infantil, como si tuviera una sorpresa para él, un regalo, y quisiera prolongar la tensión unos instantes.

—De acuerdo, hasta ahora.

Colgó y dio media vuelta. Al fin y al cabo, tampoco estaba tan lejos de Ørnereden, no tardaría más que unos minutos en llegar. Consideró la posibilidad de llamar a Lisa o a Jacob, pero algo le retuvo. A eso se refería Agersund con lo de «nada de numeritos en solitario», a cuando prefería meterse a solas en un caso. Podrían prescindir de él un rato más. Suspiró. Si se daba prisa, le daría tiempo a tomar un perrito caliente por el camino sin tardar más de media hora, luego ya vería qué era eso que quería enseñarle.