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Había oído el coche que pasaba por el camino a gran velocidad y también lo oyó regresar. Para su sorpresa, aquel atractivo comisario que la había cosido a preguntas desde su primer encuentro sabía de la mano y de sus motivos mucho más de lo que ella pensaba y ahora estaba repugnantemente cerca. El dolor del muslo ya no la molestaba, no era más que un latido aislado en algún punto, pero sentía que había perdido mucha sangre y el hecho de que el Peugeot obstruyera su única vía de escape despertaba en ella una rabia feroz. No tardarían mucho en iluminar toda la zona mientras unos chuchos babosos seguían su rastro sin cesar de ladrar, y las fuerzas que le quedaban eran muy limitadas. Estaba rodeada de ruidos, los sonidos del bosque que tan bien conocía y que de pronto le parecían amenazadores y traicioneros. Voces.
—Qué guapa estás con esa ropa. Mátalo, Isa, mata al pez. ¿Por qué lloriqueas?
Se apartó del angosto sendero, se escondió tras una pila de grandes troncos y dejó el arma en el suelo para apretarse la herida con ambas manos. Empezaba a sentirse débil y soñolienta. El viejo se sentó junto a ella y bebió un trago de la petaca. Le olía el aliento a alcohol. Un muñón la señaló.
—¿Por qué lo hiciste, Isa? ¿Por qué? Mi niña.
—Tú me lo pediste.
—¿De qué estás hablando?
—Dijiste que un rayo te partiría si mentías y eso pasó, papá. Aquel día, en el bosque, te partió un rayo. ¿A que sí? Y tú te reías. Decías que no ibas a hacerme daño. ¡Cerdo!
Se sobresaltó. La última frase se le había escapado a gritos y por un momento tuvo la lucidez suficiente para asomarse a mirar por encima de los troncos. Nada visible en el sendero. ¿Dónde se habría metido el policía? Se sonrió. Por encima de su cabeza, los árboles susurraban, un dulce y atrayente murmullo de hojas. Era sábado y su madre le había dado una moneda para que bajara al kiosco de helados de la esquina a comprar un cucurucho. El barquillo estaba frío y el helado le corría por la garganta y la refrescaba. Sintió un escalofrío y quiso tirarlo, pero el frío se extendía por su estómago y desde allí hacia los músculos, dejándolos rígidos y entumecidos. Se incorporó de un salto y volvió a escudriñar el sendero. A la derecha, a unos treinta metros de distancia, percibió un movimiento que apenas duró un instante. Isa sonrió. Aún estaba a tiempo.