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Tal y como Trokic esperaba, en el antiguo chalé blanco que quedaba algo apartado de la carretera había luz. Pequeños arbustos redondeados formaban una avenida de rechonchos enanitos que conducía hasta la casa donde Bach vivía solo hacía años, desde que se conocían. Aquel chalé situado en uno de los mejores barrios de la ciudad constituía, junto con su oficio de forense, el legado de su padre, que a su vez lo había heredado del abuelo. No se podía hablar de un mero saber adquirido, sino de un auténtico credo ancestral.
—Siéntate —le invitó Bach tras conducirle a la gran sala de estar.
No parecía sorprenderle lo más mínimo ver allí al comisario a última hora; la pila de papeles que coronaba su mesita daba fe de que estaba entretenido con un informe de balística.
—¿Qué te ha pasado en la cabeza?
—Es una larga historia, primero tengo que hacerte unas preguntas —contestó.
—Supongo que vienes a hablar de la mano, ¿no? He llegado hace media hora; en realidad, pensaba llamarte mañana por la mañana, pero te me has adelantado. ¿Coñac?
Abrió un armario y sacó dos copas sin aguardar la respuesta.
—Necesito averiguar su procedencia —continuó Trokic.
—Es un ejemplar poco corriente —reflexionó su anfitrión.
—¿Podrías determinar su antigüedad?
—Con exactitud no, quizá un conservador.
El comisario se recostó en el asiento y estiró las piernas.
—Vale. ¿Qué más puedes decirme?
—He comprobado si tenía residuos de pólvora; un impulso repentino, más que nada, y ha dado positivo.
Su cerebro trabajaba a toda máquina. ¿Habría un tercer cadáver en algún sitio? Si ya habían peinado el área que rodeaba la zona donde habían aparecido los dos primeros… ¿Sería posible que lo hubieran enterrado y no estuviese a la vista?
El forense continuó como si leyera sus vertiginosos pensamientos.
—He encontrado varios granos de arena debajo de las uñas. No significa necesariamente nada más salvo que el dueño de la mano estuvo en contacto con arena, pero…
—Una playa —murmuró pensativo—. ¿Y la pólvora? ¿Disparó él el arma?
—Con total seguridad, aún quedaba bastante para ver un dibujo.
—Lucha —dijo hablando consigo mismo—, hubo lucha.
—Eso no es del todo seguro —objetó Bach—, hay muchísima gente que hace ejercicios de tiro o trabaja con armas; tú, por ejemplo.
—Es cierto.
Pensó en el bosque, aquel bosque silencioso. ¿Qué significado tendría para ese hombre? ¿Una zona apartada y nada más? Lo dudaba. Algo le decía que existía una relación y que la respuesta estaba delante de sus narices.
—¿Sabes lo que te digo? —preguntó Bach—. Que acabo de caer en la cuenta de que conozco a alguien que podría decirnos algo más. Es arqueólogo y ha escrito una tesina sobre la conservación, lo sabe todo del tema. En cuanto encuentre su número te mando un SMS.
—Gracias, sería estupendo.
Hubo una breve pausa mientras esperaban a que el coñac les hiciera entrar en calor.
—¿Has estado en Croacia últimamente? —preguntó Bach al fin.
—No voy desde primavera, pero pienso pasar las Navidades en casa de mi prima y su marido.
El forense tenía la mirada perdida en algún punto de la pared.
—¿Sabías que formé parte de un grupo médico que estuvo allí identificando cadáveres de las fosas colectivas?
—No —contestó sorprendido.
—Sólo fueron unas semanas. No sé, sentía que era mi deber —le explicó—. Por qué no lo sé, quizá porque hay muy pocas personas capaces de hacer ese trabajo y para sus seres queridos significa mucho.
Siguieron charlando de las cosas más variopintas hasta que Trokic empezó a sentirse cansado.
—Necesito dormir, estoy machacado. Gracias por todo.
Bach se sonrió.
—Ya sabes que me encanta echar una mano.