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La granja le pareció más sombría y desierta de lo que recordaba. Los abedules del camino aparecían cabizbajos tras un fuerte chaparrón, y el patio estaba tan lleno de agujeros y enfangado que hasta los gatos trotaban por ahí describiendo los más originales itinerarios para evitar los charcos. El estiércol de detrás de los establos hacía que el aire estuviera cargado y resultara hediondo. Elise Holm, enfundada en unas botas, unos pantalones de montar y una raída chaqueta de trabajo azul, salió a recibirles a la puerta del granero y les condujo a una oficina.
—¿No sabe qué es lo qué le dio exactamente?
Lisa estudió aquel cuarto pequeño y frío. Había mucho polvo y cierta humedad. El suelo estaba lleno de paja y pedacitos de algo que parecían cagadas de rata, pero que debía de ser algún tipo de pienso compuesto. Todo estaba impregnado de un olor muy penetrante y sentía el cosquilleo del polvo en la nariz. Por el ventanuco se divisaban los campos y los numerosos caballos islandeses que pastaban en ellos.
Elise Holm sacudió la cabeza con aire asustado. Físicamente había dado un bajón desde la última vez que la vio. Lisa sabía que estaba a punto de heredar cerca de un millón de coronas que, probablemente, supondrían la salvación de su pequeño centro de cría.
—En cuanto llamó, supe a qué se refería. Porque es cierto, me dio un sobre. Un día llamó para preguntarme si podía traerlo a casa, me dijo que era importante, que contenía documentos confidenciales, así que lo guardamos en mi archivador.
—¿Suele cerrar el despacho con llave?
—No, como hay que atravesar toda la casa nunca me ha parecido necesario.
—¿Cuándo fue?
—Hará dos meses y medio, un par de semanas antes de lo de Montreal. Pero vamos a buscarlo.
Atravesaron la casa y se metieron en un pequeño edificio anejo que albergaba un despachito. Era una habitación reducida, pero agradable, y olía un poco a caballo. Elise Holm fue al rincón más alejado, abrió un cajón de color verde azulado y empezó a rebuscar en su interior. Se puso pálida.
—No está.
—Quizá en otro cajón —sugirió Jacob.
—No, estoy completamente segura de que lo guardé aquí.
—Vamos a mirar de todas formas.
Sacó todos y cada uno de los cuatro cajones del archivador y los revisó minuciosamente.
—Ha desaparecido.
—¿Es posible que se lo llevara él? —preguntó Jacob.
—No, no volvió por aquí después de ese día. Y me lo habría dicho. Al fin y al cabo, es un paseo de casi una hora.
De pronto, una expresión de horror se pintó en su rostro.
—Dios mío, el robo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Lisa.
—El fin de semana pasado. Apareció un cristal roto y aquí había habido alguien, porque encontré tierra por el suelo. Me sorprendió que no pareciera faltar nada. Lo denuncié, pero no he vuelto a tener noticias. ¿Qué es todo esto?
—Desde luego, si está completamente segura de que estaba aquí y él no ha venido a buscarlo, es extraño.
—Pues yo estoy segura al quinientos por ciento.
—Y ¿no vio lo que había dentro del sobre? —preguntó Lisa.
La hermana del muerto parecía muy afectada.
—Sí, claro que sí. Parecía una especie de tratado científico en hojas sueltas, un montón de números y gráficos. No lo entendí bien, siempre escribía en inglés.
—Ahora tenemos que irnos, pero volveremos —le aseguró Lisa.
—¿No creen que el ladrón vaya a volver? Es que me tiene en vela, porque esto está un poco apartado.
—No, no parece probable —dijo Jacob en tono concluyente—. Creo que puede estar tranquila.
Jacob se sentó en el coche, junto a Lisa, con aire fatigado.
—Tengo la total seguridad de que a los dos los mató alguien que conocía las investigaciones de Holm —dijo poniendo en palabras lo que ambos tenían en la cabeza—. Creo que ése es el móvil. Christoffer Holm es la clave.
—Søren Mikkelsen parece el mejor candidato, pero tiene coartada para la noche en que murió Anna Kiehl —le recordó Lisa—; dijo que estaba con su hermano.
—¿Lo hemos comprobado?
—Sí.
—Tampoco es que sea la mejor de las coartadas —apuntó Jacob—, pero, suponiendo que fuera falsa, ¿por qué matar a Anna Kiehl? Debería haberle bastado con Christoffer Holm.
—Puede que abrigase algún tipo de sospecha, de ahí la nota con el nombre de Procticon en el cuarto de baño.
Jacob asintió.
—Puede que no actuara solo. ¿Qué me dices? —le preguntó—. ¿Salimos a cenar esta noche y nos olvidamos de todo esto? Y mañana vamos a verificarlo.
Lisa sonrió.
—Me encantaría.
Siguió con la mirada las rastrojeras que se deslizaban frente al parabrisas. No se le ocurría nadie con quien le apeteciera más estar en esos momentos.