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El pequeño restaurante estaba hasta la bandera y muy a duras penas lograron que les dieran una mesita redonda. Por la ventana tenía vistas a una ajetreada muchedumbre con ropa de fin de semana que corría hacia los cines, los teatros, la estación, los muchos restaurantes de la ciudad. La calle estaba mojada y el aire bailoteaba al compás de los variados colores y diseños de los paraguas.

Lisa pensaba en los mensajes de Kaare Storm y Christoffer Holm, una correspondencia repleta de pequeñas complicidades que daban fe de muchos años de auténtica amistad. Sin embargo, los mensajes de Christoffer resultaban en ocasiones algo vagos y ambiguos y obligaban a detenerse a releerlos para intentar comprender qué querían decir, como si su autor temiera que alguien estuviese leyendo por encima de su hombro mientras los escribía.

Además estaba esa mujer a la que hacía referencia una y otra vez. ¿Sería la misma que según su compañero llamaba constantemente hasta que un buen día desapareció?

Últimamente salgo con una chica, otro callejón sin salida. Como decía Woody Allen, una mujer kamikaze. Vuela alto y me arrastrará en su caída. Esto sólo puede acabar mal.

Al mismo tiempo, durante ese año largo de correspondencia, había también una cantidad nada despreciable de alusiones a mujeres de su entorno con sus correspondientes elogios, y no resultaba fácil discernir quién era quién y qué había sucedido en realidad. Había vuelto a llamar a Kaare Storm y le había leído diferentes pasajes con objeto de que se los aclarase, pero el hombre no estaba muy seguro de en qué momento había desfilado cada una de ellas por la vida de su amigo.

Pidieron calamares como entrante y un vino blanco francés. Un Jacob pensativo observaba la acera, donde un individuo de cabello largo vestido de oscuro intentaba reunir unas monedas con una anticuada cafetera azul de lata.

—Yo estoy hecho polvo —dijo—. ¿Y tú?

—No pienso ir a Copenhague por ahora, esos viajes me dejan muerta. Antes vender enciclopedias.

Él hizo un gesto en dirección a la ventana y al pobre que había al otro lado.

—No tiene que ser muy difícil deshacerse de un móvil y una tarjeta de crédito —comentó—, supongo que más de uno podría sobrevivir con eso un par de días. Le sueltas las dos cosas a un sin techo de Copenhague y ¡alehop!, ya tienes al guapísimo Christoffer por ahí de compras en sitios donde no hace falta dar la clave de la tarjeta. Porque no parece que haya ido a bloquearla.

—¿Crees que es así como ocurrieron las cosas?

—Supongo que fue algo parecido. Dudo mucho, que la persona que le quitó de en medio se quedara con su teléfono y su cartera mucho tiempo, y dándosela a alguien que la usara conseguía hacernos creer que Christoffer seguía vivo, lo que retrasaba las cosas y desviaba nuestra atención.

—No creo que los encontremos —aventuró ella—. Ya lo hemos comprobado con la compañía: el móvil no ha dado más señales una vez de regreso en Dinamarca, así que ése al menos no lo han usado.

Le indicó con un gesto que estaba de acuerdo. Lisa no podía apartar los ojos de él, seguía con la mirada la línea de su brazo sobre la mesa, su forma, una cavidad, un masculino contorno de músculos bajo la fina piel. Se preguntó si escondería algún tatuaje debajo de la camisa. Daba igual. Si tenía cicatrices, historias que seguir con las yemas de los dedos. Sus ojos se cruzaron.

La absorbió en su mirada, obligándola a bajar la vista.

—¿Cuánto tiempo estuviste en la Tecnológica de Copenhague? —preguntó.

—Tres años.

—Tenía que ser muy interesante.

—Bueno, sí; pero lo cierto es que estaba a punto de dejarlo cuando Agersund me ofreció venir aquí.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros y se quedó contemplando a un matrimonio de ancianos que le daba unas monedas al mendigo de la calle.

—Estaba empezando a quemarme, era un horario de locos. Acabas teniendo la impresión de que los hackers no duermen nunca, al menos cuando trabajan de punta a punta del mundo. Pero eso no era lo peor.

—Entonces, ¿qué?

La miraba con auténtico interés y esa expresión algo tímida que la derretía.

—Los pedófilos y la pornografía infantil —contestó vacilante; no estaba muy segura de querer hablar del tema durante la cena—. Me superó. Al principio lo llevaba bastante bien, dentro de lo que cabe; era horrendo, siniestro y no me dejaba dormir por las noches, pero casi todo eso valía la pena cuando conseguíamos empapelarlos. Pero luego los casos empezaron a multiplicarse y tuvimos que ver cómo salían con condenas ridículas. Algunos después seguían como si tal cosa. No hay que menospreciar sus conocimientos técnicos, para ser sabandijas están a la última en tecnología, lo que nos obligaba a estar siempre al día para no quedarnos descolgados. La cuestión es darse prisa y actuar antes de que desaparezcan las pruebas. Saben perfectamente que las cosas no se borran del disco duro vaciando la papelera de reciclaje del ordenador, así que utilizan programas para asegurarse de que todo desaparece definitivamente.

—Pero os habéis llevado un sinfín de palmaditas en el hombro —insistió Jacob—. Estamos entre los más avanzados del mundo, ¿no?

Lisa asintió mientras removía los calamares que tenía delante. Por un instante sintió que regresaba esa náusea que antaño parecía un factor constante en su vida. Continuó:

—Hemos invertido muchísimo tiempo en desarticular redes, y a veces las condenas de los pedófilos duran menos de lo que hemos tardado en atraparlos. Poco antes de venir aquí intervine en el peor caso al que me he enfrentado en mi vida.

—¿Ese que se llamaba Selandia?

—No, otro. En realidad era un asunto pequeño en comparación con otros, pero para mí fue la gota que colmó el vaso.

Jacob bebió un sorbo de vino y le sostuvo la mirada para crear un ambiente de intimidad.

—Pero ¿no sigues trabajando en eso?

Ella esbozó una sonrisa llena de sarcasmo.

—Soy una persona muy competente con una gran experiencia porque he estado metida en eso mucho tiempo. Todos hemos superado unos estudios superiores muy exigentes y muchos entrenamientos, y hemos asistido a varios cursos de informática forense en Estados Unidos. He tenido que amenazar con dimitir para conseguir este trabajo. Agersund sabe que lo tengo completamente atravesado y que es mejor que no tiente mucho a la suerte, así que ahora ese tipo de casos sólo ocupa un diez por ciento de mi tiempo.

—Entonces cambiamos de tema. A ver si adivinas de qué película es esta frase.

—¿Cuál? —pregunto.

—«Nine million terrorists in the world and I gotta kill one with feet smaller than my sister».

—¿Vas a empezar ahora tú también?

—No me digas que no lo sabes —la chinchó.

—Claro que sí. A ver si me viene.

Tomaron filete de ternera y una deliciosa mousse de chocolate mientras Jacob animaba la velada con anécdotas de sus dos sobrinos adolescentes y sus escapadas que la hicieron reír de buena gana. Le habló también de su primer año en Seguridad Ciudadana, de la época que pasó en las unidades de intervención policial y de su larga relación con una compañera.

—¿Y has vuelto a ir a Croacia después de la guerra? —preguntó ella.

—Sí, estuve el año pasado. Fui en coche y pasé varias semanas dando vueltas por ahí, viendo sitios que no había visitado.

—¿Y qué tal?

—Raro. Yo recordaba un paisaje urbano descolorido envuelto en la nube de humo de los restos del comunismo y ahora resulta que las calles están llenas de elegantes coches nuevos, los tranvías van tapizados de anuncios de teléfonos móviles y los ciber-cafés florecen por doquier. Se han dado una prisa extraordinaria en arreglar los efectos de la guerra en muchas zonas, como si pretendiesen borrar su recuerdo.

—Supongo que es lo más natural, ¿no?

—Sí, claro —contestó Jacob—, pero no parece tan natural cuando hablas del tema con ellos. Cuando se trata de su propio papel en todo aquello es como si hubiese un agujero negro, como si les fallase la memoria. Cuando reconquistaron la zona durante la Operación Tormenta en 1995, se mostraron despiadados. He visto con mis propios ojos a soldados croatas que acababan con los civiles serbios fugitivos y les quemaban las casas. Por eso luego no han querido entregar a nadie a La Haya, en su mundo no existen los criminales de guerra, sólo los héroes. Ellos no hacían sino recuperar lo que creían suyo.

—Pero eso es algo que ocurrió en el ejército, no se puede juzgar por ello al resto de los croatas —objetó Lisa.

—No, pero permitieron que ocurriese. Todo empieza cuando dejas de hablar con el florista de la esquina porque su origen es diferente, porque el antagonismo lleva años infiltrándose a través de los medios, y un buen día ese florista, como en toda psicología de guerra, se convierte en el malo según la maquinaria propagandística. Denuncias a tu vecino. Hay tanta gente que carga con algo en la conciencia que ya no tienen ganas de hablar de aquella época.

—No parecen entusiasmarte demasiado.

Jacob empujó el plato y apoyó los codos en la mesa.

—Al contrario, es un país muy hermoso. No creo que fueran ningún caso especial ni que sean peores que otros europeos.

—¿Cómo lo lleva Trokic? —se interesó Lisa.

—No es un tema que se pueda tratar con él, tiene una carga emocional demasiado fuerte a causa de lo que pasó con su familia.

—Tampoco pensaba hacerlo.

Permanecieron un rato allí sentados.

—Bruce Willis —dijo ella de pronto.

—¿Qué?

La jungla de cristal I… la frase de la película.

Jacob sonrió.

—Aja. Pues acabas de ganarte una señora cerveza, vamos al Waxies.

Dejaron el dinero sobre la mesa y se adentraron en el fresco de la noche.

—No he ido nunca.

—¿En serio? ¿Llevo aquí menos de una semana y tengo que enseñarte los sitios que valen la pena?

Well, take me there —dijo Lisa.

Él rompió a reír y se quedó mirándola con aire burlón.

—¿Cómo tengo que interpretar ese take me, como un llévame o como un tómame?

Sintió que enrojecía por primera vez en muchos años y le dio un manotazo sin poder evitar que asomara a sus labios una sonrisa.

Y él fue muy rápido: se adueñó de su mano y después de su brazo, de su nuca y de su boca. La cogió del pelo y se lo revolvió con cariño.

—Mejor vamos a otro sitio.

Ya era noche cerrada cuando se despertó. Confusa. Tenía la garganta seca y alargó el brazo hacia la mesilla en busca del vaso de agua en un gesto automático. Jacob dormía estirado y desnudo, con el edredón medio caído. Sintió una punzada en el vientre al pensar en él, en su cuerpo desnudo junto a ella, tan perfecto que no podía dejar de devorar ávidamente con los ojos sus formas angulosas sobre la sábana. La había hecho suya, la había recorrido con sus besos, largo rato. La había despertado con la lengua, la había tocado como nadie en muchos años. Y ella se había entregado sintiendo que su hondo deseo se saciaba y encontraba la paz.

Se bebió medio vaso y se acostó junto al hombre dormido que tenía al lado. Desprendía un suave y agradable aroma a loción de afeitar. Deslizó la mano por sus caderas presionando levemente en los puntos adecuados hasta que le oyó hacer en sueños ruiditos de satisfacción y la buscó a tientas con el brazo.