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A finales de un otoño de hacía algunos años, Trokic había visto un cadáver devuelto por el mar tras tres semanas sumergido en la bahía después de un accidente. Lo hallaron dos niños de excursión cuando las olas lo arrastraron hasta la orilla, y aquella imagen permaneció largo tiempo en la retina del policía.

Pero eso sobrepasaba con creces todo lo que se había encontrado hasta la fecha. El bosque se cernía en torno a ellos y empezaba a cerrar la oscuridad. Observó el horrendo espectáculo.

Aquel hombre de cabello claro recibía el más cuidadoso de los tratos para evitar más daños. Su piel, ya marrón y desprendida de casi toda la superficie del cuerpo, parecía sostenerse únicamente gracias a la acción de una camisa que en su día debió de ser blanca y unos vaqueros azules. La mayor parte del pelo, la nariz y los párpados habían desaparecido, y la zona inferior del rostro desde el labio a la barbilla tampoco estaba, dejando al descubierto el blanco hueso de su ancha mandíbula. Tenía los dientes descarnados en una blanca hilera marmórea. Las piernas estaban recubiertas de cieno y comida para patos, y algunos rincones habían servido de cobijo a los pequeños insectos de la charca.

El área en torno a la laguna era un escenario, una sala de operaciones montada a la agonizante luz del día e iluminada por el potente chorro de un proyector. Un olor dulzón se extendía desde el centro y Trokic contuvo la respiración de forma automática para evitarlo mientras se apartaba a pasitos cortos en un intento de no obstaculizar los movimientos de los técnicos. El olor de un ser humano en estado de putrefacción era lo peor del mundo. Por ejemplo, una vez, que un cadáver pasaba algún tiempo, poco, en el interior de un coche impregnando con su peste toda la tapicería, el vehículo no valía ni los dos bidones de gasolina y la cerilla que hacían falta para quemarlo.

El forense Torben Bach, al que una vez más habían requerido para que analizara el lugar del hallazgo, hablaba en voz baja por su dictáfono.

—¿Estáis seguros de que es Christoffer Holm? —le preguntó Trokic a uno de los técnicos.

—Llevaba el carné de conducir en el bolsillo interior, de momento la única identificación. Puede que encontremos algo más por ahí abajo —le explicó—. Me temo que no fue a ningún sitio después de Canadá, por su aspecto no lleva menos de ocho semanas metido en ese cenagal. Estaba escondido en la zona suroccidental de la laguna. En realidad, no es muy profunda, unos tres o cuatro metros. Joder cómo apesta, mierda.

—¿Y por qué no lo hemos visto antes? Los cadáveres vuelven a la superficie, ¿no?

—Sí, debió de salir de nuevo pasadas una semana o dos, cuando culminó el proceso de putrefacción. Es por los gases, sacan los cuerpos del agua. Pero éste volvió a irse a pique poco después cuando, digámoslo así, se quedó sin aire.

El comisario se estremeció al pensar en el buzo que se había topado con él en el fondo de la laguna. Tropezar con las manos, quizá la cara, contra algo tan nauseabundo.

—Un poco tipo Grauballe[3], ¿no? —comentó el técnico.

—Igual.

Sin dejarse embaucar por la carga histórica de la zona en que se encontraban ni por su simbolismo, siguió en el convencimiento de que se trataba de un crimen ordinario. Lo más probable era que a Christoffer Holm lo hubiesen asesinado en la última parada de su viaje de regreso tras pasar unos días en Montreal. Y apenas ocho semanas después, la madre de su hijo nonato había corrido la misma suerte. Quería a todos los que habían trabajado con el investigador, vecinos, amigos, examantes. Quería un esquema completo de las transacciones económicas de aquel hombre, sus relaciones comerciales y su situación jurídica. Podía haber varios despechados. La gente era capaz de matar por un gramo de heroína o por un comentario fuera de lugar, pero eso era perverso, retorcido, propio de una persona muy enrevesada.

A continuación llamó a Lisa; ya estaba sobre aviso y se ocupaba de la hermana, que estaba seriamente conmocionada.

—Quiero que Jacob y tú hagáis una investigación más a fondo de su trabajo. Sus proyectos, las críticas de La zona química, su reputación en el mundillo, todo lo que se os ocurra a nivel nacional e internacional.

Lisa accedió sin protestar. Trokic estaba sudando a pesar de que en aquel bosque cerrado la temperatura era baja. Necesitaba un buen vaso de vino. Empezaba a sentir un hormigueo en los músculos de la cara, señal más que conocida de exceso de trabajo. Lanzó una última ojeada a los restos deshechos de Christoffer Holm antes de volverse y abandonar aquel lugar.

—¿Y no podríamos mirarlo mientras tomamos un café? —le preguntó con un suspiro a Jasper, que acababa de lanzarle encima de la mesa las últimas declaraciones pasadas a limpio; se restregó los ojos—. Quiero que me des tu opinión.

—¿Aquí o fuera? —preguntó.

El comisario le miró con gesto tímido.

—¿Qué te parece en mi casa? Luego te llevo a la tuya o te quedas a dormir en el sofá. Antes tengo que llevarle a Lisa unos informes… ¿Dentro de una hora?

No problem —contestó Jasper.

No tenía compromisos domésticos. De hecho, Trokic dudaba de que hubiese tenido alguna novia. En realidad, así resultaba menos complicado.