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Ya se estaba haciendo tarde cuando aparcó frente a la casa de Anna Kiehl y cerró el coche con llave. La sensación se apoderó de él apenas abrió el portal; después recorrió a la carrera los pocos pasos que le separaban de la puerta, donde su sensación pasó a ser una certeza.

Los músculos se le paralizaron al instante y se sintió invadido por frías oleadas de desasosiego. El precinto del apartamento de Anna Kiehl estaba roto. ¿Habría sido alguien de comisaría? Lo dudaba, no conocía a nadie capaz de cometer la irresponsabilidad de dejar el paso franco a cualquiera. Se llevó la mano al arma de reglamento con un gesto mecánico y fue bajando el picaporte con cautela. La puerta no estaba cerrada con llave y se abrió sin hacer ruido. Sacó la pistola y se deslizó por el interior de la casa con la espalda contra la pared en un lento movimiento sin dejar de acechar nerviosamente en todas las direcciones. No se veía nada. Echó una ojeada en la cocina, tan sombría y tan desierta como la última vez. De pronto le pareció fría y distinta. La temperatura de la vivienda había descendido varios grados desde su última visita y ahora se abrían paso otros olores. Oyó un chirrido estridente a su espalda, un sonido demasiado fuerte. Sin poder evitar un estremecimiento, se volvió a la velocidad del rayo, pero no eran más que los botones de metal de su cazadora al chocar contra el radiador. Soltó aire y estrujó el arma.

Continuó avanzando por el vestíbulo con todos los sentidos a pleno rendimiento. Tenía la sensación de no estar solo. Percibía una mezcla de olor a ser humano y un suave perfume sin sexo; no era capaz de clasificarlo ni estaba del todo seguro de si salía del cuarto de baño, donde había todo un despliegue de perfumes de Anna Kiehl. Le resultaba familiar. ¿Dónde lo había olido antes?

Abrió la puerta del baño de un empellón. Su sonoro chirrido le provocó un terrible sobresalto y al instante volvieron a circularle por la sangre las hormonas de la alerta. Vacío también y sin señales de intrusión alguna. Se dio la vuelta otra vez; a unos metros distinguió una débil claridad procedente del salón, un resplandor frío y azulado sobre una mesita redonda.

—¿Oiga? —gritó—. Policía.

Al no obtener respuesta avanzó en silencio hasta abrir de par en par la puerta del salón. Empuñando el arma con firmeza se asomó con cautela para tener una visión de conjunto del salón y los diferentes ángulos. Pestañeó. Algo andaba mal, rematadamente mal.

En el mismo instante en que le invadió el espanto, un trueno en forma de golpe en la nuca con algo contundente le traspasó la cabeza. Cayó hacia delante arrastrando consigo una lámpara. El plástico de la pantalla restalló al ceder bajo su peso. Todo se volvió negro y sintió un goteo por el pelo y una carga en las vértebras del cuello. Cegado por el dolor, se echó sobre un costado mientras palpaba el suelo con la mano en busca del arma presa del pánico. Luego se le aclaró la vista por un segundo, lo bastante para intuir la silueta en la puerta, una figura encapuchada que le observaba desde la incipiente oscuridad. Su pistola se agitó en la mano derecha de aquella persona con un movimiento frío, furioso. Después, el encapuchado la arrojó a lo lejos y huyó del apartamento. Trokic se desplomó y perdió el conocimiento.

A juzgar por la penumbra, apenas había estado sin sentido unos minutos cuando el dolor le devolvió al mundo. Aterrorizado y consciente de su vulnerable situación, recorrió la habitación con la mirada, pero volvía a reinar el silencio. Arrastrándose recuperó el arma, que estaba debajo de la mesita del sofá. En un acto reflejo se llevó la mano al punto de la nuca donde le habían golpeado. Tenía el pelo pegajoso y empapado de sangre, pero no advirtió ninguna fractura. Sin cambiar de posición rebuscó en el bolsillo el teléfono móvil y, después de algo más de unos momentos de torpeza, consiguió llamar a Jasper y pedirle que acudiera con un técnico.

Lentamente logró ir incorporándose hasta sentarse y miró a su alrededor. A su lado yacía la lámpara con la bombilla rota y todo estaba lleno de cristales reducidos a añicos. La pantalla, completamente chafada, estaba algo más allá. Había sangre en el suelo, un charquito desparramado, pero nada alarmante. Al ponerse en pie, tambaleándose, descubrió el objeto que le había golpeado: una figura africana de unos cuarenta centímetros de alto, un guerrero masái de ébano con una lanza en la mano. Lo reconoció, se trataba de uno de los adornos de Anna Kiehl. Fue al cuarto de baño, mareado. Tenía que haber un armario con medicinas o un botiquín por alguna parte. En el tercer cajón del lavabo encontró una venda, se la enrolló entera por la cabeza para detener la hemorragia y regresó al salón.

La vio en el mismo instante en que puso un pie en la habitación. Estaba en el suelo, a la luz de la lámpara que colgaba sobre la mesita de la esquina. La observó estupefacto tratando de encontrarle un sentido a aquella cosa. Tratando de evitar los cristales con cuidado, avanzó hacia la mesita para someter su nuevo hallazgo a un examen más minucioso. A la luz de la lámpara, casi parecía una pieza de museo, una exposición. Echó un vistazo más por la habitación con todos los músculos en tensión para cerciorarse de que estaba solo.

Era una mano. Una mano reseca, nudosa y retorcida con la palma hacia arriba. Le dio un empujoncito. El policía no tenía la más mínima noción de anatomía, pero cualquiera le habría dado la razón, en este caso no resultaba necesario: no cabía la menor duda de que se trataba de una mano humana cortada.